miércoles, 31 de agosto de 2022

San Gil Abad. Festividad que se celebraba en Cuenca el 1 de septiembre.

Festividad de San Gil Abad. 1 de septiembre.

Una de las parroquias que tuvo Cuenca en tiempos del Obispo D. Juan Cabeza de Vaca fue la Parroquia de San Gil Abad (1403). Se cuenta que tuvo que ser renovada enteramente en tiempo de D. José Florez Osorio (1738-1759). Poseía la iglesia, crucero cúpula y capillas.

Sabemos sobre la Parroquia pero no sabemos nada del insigne Titular, San Gil Abad. Su festividad se celebra el 1 de septiembre y hoy intentaré hablaros de este Santo que da nombre al barrio de Sal Gil de Cuenca.

San Gil era natural de Atenas de familia ilustre. Era un chico despierto e hizo grandes progresos en las letras humanas y mayores en la ciencia de los santos de la religión.

Era tan caritativo con los pobres que era capaz de desnudarse y dar sus vestidos a quien los necesitara más que él. Era tan puro, modesto y mortificado que le admiraba todo el pueblo y resonaban sus elogios en las escuelas de Atenas.

Sus padres murieron cuando él era un jovencito y como único y universal heredero de un opulento patrimonio, vendió sus bienes y distribuyó lo obtenido entre los necesitados.

Dios le concedió el don de milagros. Se cuenta que hallándose un día de fiesta en la Iglesia, y atemorizados todos los presentes de los aullidos que daba un energúmeno, dejando de decir la Santa Misa, fue directo al susodicho, pues no podía permitir que el demonio turbase la quietud del Templo, llegando a él le mandó imperiosamente en nombre de Jesucristo que enmudeciese y dejase libre a aquel pobre hombre, al punto el demonio salió del poseído.

En otra ocasión hallándose un hombre en aras de la muerte por una mordedura de serpiente, advirtió lo que le sucedía, le suplicaron que se compadeciese de aquel y haciendo una breve oración al Señor quedó sanado. Desde entonces todo el mundo en el pueblo le miraba con respeto, veneración y asombro.

Viendo que se había extendido sus prodigios y no podía practicar la virtud de la humildad se retiró y se vio obligado a embarcarse hacia Francia.

Apenas se habían hecho a alta mar, cuando se levantó una gran tormenta. Hacía el navío aguas por ambos costados; la tripulación de miedo no maniobraba y ya las olas iban a tragarse el buque. Compadecido el Santo se puso en oración y cesó la tempestad y se serenó el cielo tranquilizándose el mar. Después de algunos días de feliz navegación, dieron fondo en las costas de Provenza.

Se enteró san Gil que vivía aún San Cesario, arzobispo de Arlés a quien conocía por su fama y resolvió ir en su busca para aprender de tan insigne prelado los caminos más seguros de la perfección. San Cesario conoció la virtud y el mérito de San Gil y estuvieron juntos dos años. Pero San Gil huía de ser conocido y sin hablar palabra partió para Ródano secretamente y fue como  enterrarse vivo en un espeso bosque. Encontró a Veredin, santo ermitaño, anciano y de una gran virtud, calificada también con el don de hacer milagros. Causó a Gil indecible consuelo la compañía de un varón tan respetable y experimentado en la vida espiritual, a quien podía atribuir los milagros que él hiciese, por haberse Dios dignado concederle el mismo don, más no por eso dejaban de buscarlo los enfermos en su retiro para lograr la salud por su poderosa intercesión.

Al llegar la noticia a todos los pueblos del entorno, decidió adentrarse en el bosque y habiéndose distanciado bastante de la ermita que habitaba descubrió una gruta natural abierta en un horroroso peñasco, cerrada con zarzales e impenetrables cambroneras. Lleno de gozo se hincó de rodillas y levantado al Cielo las manos y los ojos rindió mil gracias a Dios por haberle concedido tan dulce retiro.     Era un terreno árido que apenas producía unas amargas raíces con que pudiera el santo sustentarse; pero no había entrado en la gruta cuando por providencia divina apareció junto a él una cierva, cargada de leche, presentándoles las ubres para que extrajera de ellos el alimento; diligencia que repitió todos los días a la misma hora.

Pasó pocos años el santo en aquella soledad. El rey de Francia, Childeberto, ordeno una batida de caza por aquel bosque que se juzgaba inhabitable y acosando los cazadores a la cierva que alimentaba al santo, exhalada se refugió en la cueva arrojándose a sus pies casi sin respiración, mientras la jauría de perros, que ya la iba a dar alcance se paró inmóviles en la entrada, sin atreverse a entrar en la gruta. Dispararon los cazadores algunas flechas, una de ellas hirió a San Gil. Se informó al rey de lo ocurrido y pareciéndole una historia poco común lo de la cierva quiso el rey verlo por sí mismo y acercándose al paraje pudo comprobar cómo los perros se retenían de entrar. Desmontando el matorral quedaron como atónitos cuando descubrieron al santo con la cierva a sus pies, sin que los perros por las que los azuzaban pudiesen acercarse al sagrado de la gruta, pero el rey con todo respeto entró y le preguntó su hombre, país y modo de vivir en tan espantosa soledad. Prendado de sus respuestas y movido de su heroica santidad, le ofreció ricos presentes, que él rehusó con modestia, diciendo que de nada necesitaba, cuando la amorosa providencia del Señor había cuidado de sustentarle por tan largo tiempo con la leche de aquel inocente animal. Admirado Childeberto de tan eminente virtud no dejó pasar día sin ir a tener con él un rato de piadosa conversación.

Le dijo el rey que podría hacer para mejorar aquel sitio. Respondió el santo que podía fundar allí mismo un monasterio donde se observara la misma estrecha regla que se hacía en los monasterios de la Tabaida. Fundado el monasterio se llenó de excelentes sujetos que ansiaban por vivir bajo la dirección del Santo, a quien se obligó a encargarse de su gobierno.

Estando el rey en Orleans y teniendo necesidad de los consejos del santo abad, le mando ir a la corte. Ejecutó en el viaje tales milagros que hicieron famoso su nombre en todo el reino de Francia, pero el más útil y ruidoso fue el de la conversión del rey.

Su devoción le llevó a Roma a visitar el sepulcro de los Apóstoles San Pedro y San Pablo. El Papa, quiso verlo y lo recibió con agrado y veneración, regalándole dos estatua de los mencionados apóstoles, como dice San Antonino, escritor de su vida, entregó al Tíber y cuando llegó a su monasterio las halló a las puertas de él.

Después de haber  gobernado muchos años con tanto éxito que fue seminario de santos, lleno de días merecimientos, murió santamente el día primero de septiembre hacia el fin del sexto siglos. A la fama de los milagros que obraba Dios en su sepulcro por su intercesión, acudió tanta gente que se creó una ciudad en torno a su sepultura tomando el nombre de  San Gil.


Publicado en Cuenca, 1 de septiembre de 2019.

Por: José María Rodríguez González. Profesor e investigador histórico.

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