lunes, 29 de mayo de 2017

El fruto de la docencia


No se aprende a escribir, como es debido un libro, sino cuando se le ha terminado”.

Hoy de vuelta de clase, cerca de mi casa me ha abordado una antigua alumna, me ha dado dos besos y me ha dicho que mis clases le calaron muy hondo. Esas palabras son las que cualquier docente le gustaría escuchar, en estos momentos cuando la enseñanza está decayendo y la figura del maestro esta degradada por completo.

La docencia es como la edificación de una casa: brinda alberque de sabiduría contra el frío de la ignorancia de las frías noches y eleva el espíritu del conocimiento. En la docencia, edificar es construir con piedras de la verdad. Cuando se habla de educar, no se concibe más que un verbo abstracto, gastado por la costumbre. Edificar en el sentido corriente es levantar paredes. ¿Quién se ha detenido nunca a pensar en todo lo que se necesita para levantar paredes, para levantarla bien, para hacer una verdadera casa, que se sostenga, que esté firmemente construida y techada en debida forma, con paredes maestras a plomo y con el techo que no permita el paso del agua de la mentira y de la manipulación, es decir, de una persona bien formada? La educación y la formación de un alumno, es como colocar todo en su lugar correspondiente, con buen ojo y paciencia hacer que combinen exactamente las piedras, no poner mucha agua o mucha arena en la argamasa, tener humedecidas las paredes, saber llenar las juntas y allanar debidamente los revoques. La casa se eleva día a día como los conocimientos y la educación surgida del buen hacer del docente.
Para una gran parte de docentes sólo vale con tener una licenciatura o diplomatura en una materia determinada, sin darse cuenta que edificar una vida es como edificar un libro, edificar la conducta y el “saber” de una persona es trabajo que ocupa toda una vida. Siempre al docente le queda la duda de ¿Lo habré logrado? Sin embargo siempre el magistral espera que se reconozca su obra, una obra edificada y edificadora con la gente que año tras año pasa por sus manos.

Al autor de estas letras le gustaría ser un artista que cada día cumple su cometido de hacer obra, no con bellas letras o como se dice este año los lunes “pura poesía”, sino llegar al convencimiento de que sus enseñanzas servirán para algo en las mentes de quienes lo escuchan. En ciertos momentos quisiera poseer aquella elocuencia valiente y demoledora, capaz de hacer temblar el corazón mejor puesto, una imaginación avasalladora, capaz de trasportar a mis oyentes, con repentino sortilegio, a un mundo de luz. En otros momentos, por el contrario, me duele ser demasiado literato, demasiado orfebre y taraceador, y de no ser capaz de dejar las cosas en su sitio preciso. He de ser sincero y he de reconocer que “no se aprende a escribir o a construir, como es debido un libro o una vida, sino cuando se le ha terminado”.

José María Rodríguez González


Cuenca, 29 de mayo de 2017

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