jueves, 13 de julio de 2017

La batalla de las Navas de Tolosa. Punto culminante de la Reconquista


Don Alfonso determinó presentar batalla el lunes, 16 de julio de 1212 

Vivencias con mi abuelo

Estaba de vacaciones escolares y el día se hacía algo pesado en casa, así que sin más me puse en marcha hacia la parte alta para desayunar en casa de los abuelos. Cuando llegué mi abuelo no se había levantado, el sol culminaba el Cerro Socorro. Llené los botijos en la fuente del portal de la casa (pues en esos años aún no había agua en los pisos), mientras la abuela calentaba la leche que momentos antes había traído la lechera a la puerta.

Daban las diez de la mañana en el reloj de Mangana cuando terminamos de comernos las típicas magdalenas de la Sagrario. Más tarde salíamos de casa rumbo a la Barbería de Maeso, para que afeitaran a mi abuelo. Saludando a María la quiosquera; a Severino, el de la tienda de ultramarinos y a cuantos se nos cruzaban en nuestro camino.

-¡Buenos días Sabino!- saludó el señor mayor que regentaba la barbería. Después de unas conversaciones banales sobre el tiempo, un cura vestido de sotana que esperaba turno dijo: “hoy, 16 de julio fue cuando tuvo lugar la batalla de las Navas de Tolosa, también llamada por las árabes como la batalla de AI-Ugab, que tuvo lugar en Santa Elena en el año 1212 y enfrentó a los cristianos, bajo el mando de Alfonso VIII de Castilla, en compañía de los reyes de Aragón, Pedro II y el de Navarra Sancho VII, contra las tropas del califa musulmán Muhammad An-Nasir. En virtud de esta victoria conseguida más que por el valor de los escuadrones por el poder de la Santa Cruz por cuya honra se instituyó la festividad que hoy jubilosamente celebra la Iglesia”.

-¿Pero sabía Ud. Que el relato de la batalla y victoria lo escribió D. Rodrigo Jiménez de Rada, arzobispo de Toledo, que se halló presente junto al Rey Alfonso VIII y que fue el mismo Rey quien escribió al Papa Inocencio III dándole cuenta de la batalla y del triunfo de los cristianos?- 
-Sabino, no sé cómo te las arreglas pero siempre tienes que ser tu quien quede por encima de todos-. Más vale que se la cuentes de pico a rabo a tu nieto- habló el cura.
-Así haré cuando salgamos de aquí, porque de alguna manera hemos de pasar la mañana- contestó mi abuelo.

Salimos de la barbería y nos fuimos a la plaza de San Nicolás, que se estaba fresquito, nos sentamos en uno de poyos del muro y comenzó a contarme.
Lo primero que hay que analizar en una guerra son las causas y la causa siempre suele ser uno de los pecados capitales el orgullo, por norma. El califa Muhammad se jactaba de la victoria lograda en Alarcos en 1195 y pensaba que fácilmente lograría hacerse con toda la península por la debilidad de los ejércitos cristianos. Por la otra parte el rey cristiano, juzgó que era el tiempo más favorable para juntar todas las fuerzas de sus reinos  devolver la honra y gloria y reprimir el furor de los árabes, para ello solicitó al Papa Inocencio III apoyo. Así tanto eclesiásticos como seglares aprobaron la determinación del monarca, iniciando los preparativos de la guerra. 
El Papa concedió Cruzada otorgando gracias e indulgencias de igual clase que a los cruzados de Tierra Santa, siendo el Arzobispo de Toledo, D. Rodrigo Jiménez de Rada quien consiguió del Papa tales beneficios. Se predicó por Francia y Alemania la cruzada para solicitar ayuda y favor de los príncipes cristianos de toda Europa, diciendo que el rey moro había blasfemado de la Cruz y amenazaba con entablar batalla con cuantos la adoraban para extinguir su culto y veneración.

El Papa ante tales blasfemias mandó ayunar en Roma a pan y agua durante tres días y hacer una devota y solemnísima procesión en la cual fue él mismo con los pies descalzos.  A ejemplo del Pontífice, todos los cristianos multiplicaron las penitencias y oraciones con el mismo fin.
En España el Rey mandó que se imitase a Roma y en todos los pueblos y ciudades se hicieron rogativas públicas y procesiones de penitencia para implorar el auxilio de Dios.
Grandes compañías y muchos prelados junto con señores principales llegaron a España de Francia y de Italia para sumarse al ejército del rey Alfonso de Castilla.

Se completó un numeroso ejército, en primer lugar con los hijos del pueblo de Castilla que tenían edad para luchar y junto con el Rey de Castilla, los de Aragón y Navarra. De los reinos europeos vinieron como cincuenta mil infantes con doce mil caballos, de Portugal fueron enviados numerosos soldados y muchos de ellos voluntarios. El rey de Aragón, D. Pedro aportó veinte mil infantes y tres mil quinientos caballos.

Se juntaron todos los ejércitos en Toledo y como la ciudad resulto pequeña se habilitó campamentos de tiendas por las vegas y campos de las riberas del Tajo. El rey estableció un sueldo según su grado y mandó abastecer de víveres a todo el ejército. Cuenta la crónica escrita por el Arzobispo, que llegaron a Toledo sesenta mil carros de víveres y pertrechos (armamento) de guerra.
Estando el ejército bien alimentado y con la esperanza del copioso botín, más fortalecidos con las muchas gracias e indulgencias otorgadas a esta cruzada, salieron de Toledo en busca del enemigo el 21 de junio de 1212, este ejército que era el más lucido que jamás Castilla había dispuesto, a su paso sembraba el espanto y el terror, así se vió en Malagón que los moros de la guarnición se refugiaron en la fortaleza, pero fue inútil pues fueron allí apresados y pasados todos a cuchillo, otro tanto pretendieron hacer en Calatrava por que estaban ansiosos de acabar con los moros, pero los jefes se opusieron a que se cometiera otra matanza como la de Malagón, así que se les perdonó a vida a los que se rindieron.

Para estrechar lazos de amistad se permitió a las tropas extrajeras repartirse el botín obtenido en estas plazas.

Poco duraron estas bondades pues ya fuera por el riguroso calor, las muchas enfermedades entre la tropa o por que se cumplieron los cuarenta días de los servicios señalados a quienes de fuera de nuestras fronteras vinieron a alistarse a las filas cristianas, lo cierto es que determinaron regresar a su tierra apenas comenzada la campaña.

–Qué bien así yo también hubiera ido-  contesté metido en el relato que nos hacía mi abuelo. A nosotros se unió el chico de la santera de San Nicolás que era de mi edad. ¡Calla! Dijo mi abuelo y escuchad que ahora viene lo bueno.

La partida de los extranjeros no desanimó a los nobles, pues confiaba nuestro Rey Alfonso más en Dios que en los ejércitos que disponía. No todos se marcharon, ni Arnaldo, Obispo de Narbona, ni Teobaldo Blascón, Obispo de Poitiers, originarios de Castilla se marcharon, viendo con malos ojos la cobardía y determinación de aquellos que prometieron antes perder la vida que abandonar la lucha por esta causa tan justa, la de defender la Santa Cruz, se arrepintieran de lo jurado tan pronto.

Sabiendo el Califa Muhammad del desaliento en el que había quedado el ejército cristiano al haberlo abandonado las compañías extranjeras, cobró aliento y determinó dar la batalla.

Sosegados ya estos contratiempos, pasaron adelante los cristianos y llegaron a Alarcos, lugar que abandonaron los moros por no tener la plaza guarnición. Aquí se juntaron con el rey D. Sancho VII de Navarra con su ejército, su llegada levantó el ánimo a la tropa, aumentando nuevo entusiasmo, prosiguieron el camino conquistando todas las fortalezas de los moros de aquellas comarcas a su paso.
Finalmente llegaron al pie de Sierra Morena, al puerto de Muradal o Almuradiel. Los caminos se tornaron ásperos y angostos y los moros lo habían sembrado de guijarros, abrojos y cascos de acero para que los caballos tuvieran dificultad en mantenerse en pie a su paso.
Llegaron al Califa noticas de que D. Alfonso se acercaba y retrocedió con sus tropas hasta Baeza y allí mandó tropas que atajasen el paso de los cristianos en el desfiladero de las Navas de Tolosa por donde necesariamente tendrían que pasar.
-¿Qué pasa Abuelo que en el desfiladero se los quería cargar el moro?- Dije cargado de razón.
-Escuchad y veréis como pensaba el Califa Muhammad- contestó mi abuelo.
Esta disposición prometía al moro una de estas dos ventajas: o la destrucción del ejército cristiano por falta de "bastimento" (provisiones) si permanecía parado o la victoria completa si se arriesgaba a cruzar aquel estrechísimo desfiladero.

Lo que pensaba el moro también lo penaba nuestro Rey, así que buscó consejo de los capitanes más expertos para resolver el duro trance que se les presentaba. Pensaron en volver atrás y buscar lugares más accesibles pues era temerario el cruzar por el desfiladero.

Para el rey el volver atrás era una cobardía. En su corazón abrigaba la esperanza que el Señor no abandonaría a los cristianos en aquel apurado trance. Determinando seguir adelante y así alentó a los soldados para que confiasen en la Providencia.

Al determinar seguir adelante, D. Diego López de Haro, envió a su hijo D. Lope, con una escuadra de soldados para que inspeccionaran el camino. Trepando por los angostos lugares consiguieron apoderarse de la fortaleza de Castro Feral, a la parte oriental de las Navas arredrando a los moros que lo guarnecían. Pero cuando se trató de llegar al formidable paso de la Losa, clave de aquellos montes y desfiladeros decayó el ánimo. No se podía luchar contra las dificultades naturales del terreno estrecho y fragoso, defendido además por la situación ventajosa de los contrarios, perdiendo toda esperanza de seguir adelante.

Don Alfonso oía y veía todo el desaliento surgido entre los suyos, pero él en su corazón confiaba más que nunca en Dios, por las noches se quedaba a orar ante su altar portable que siempre montaba en sus campamentos. El cielo oyó al fin la oración del monarca y apareció un pastor llamado Martín "Halaja" que conocía todas las veredas de aquella escabrosa tierra.

-Te has equivocado, el pastor Martín "Halaja" es el de Cuenca- le dije a mi abuelo.
-Cierto pero también aparece en esta crónica por que Martín resultó ser un ángel venido del cielo- dijo mi abuelo.

Lo cierto es que se presentó al rey y se ofreció a guiar a todo el ejército por la ladera del monte sin que recibiesen daño alguno. Esta propuesta dió origen a diversos pareceres entre los capitanes que desconfiaban.

Determinaron que primero sólo algunos valientes lo siguieran. Se eligieron a D. Diego López de Haro y D. García Romeu, caballeros aragoneses. Paso poco tiempo cuando volvieron al campamento afirmando lo que el pastor había dicho, la  senda era segura y cómoda y por ella llegaban fácilmente a un valle ancho capaz de albergar a todo el ejército, era las Navas de Tolosa. Otra vez cundió el júbilo entre las huestes castellanas brotando la alegría. De esta manera D. Alfonso plantó sus reales en un llano a vista del enemigo. Más viendo que su gente se encontraba cansada tras la subida de tan áspero camino, dió orden de que por dos días acamparan en aquel lugar, alimentaran bien a soldados y caballos para recobrar aliento y entrasen en días posteriores con valor a la contienda.

El califa Muhammad, arrogante, pensó que las tropas castellanas le temían y albergaban cierta cobardía por lo que envió mensajeros a Jaén de que comunicaran que tenía cercados a los tres reyes cristianos.

Don Alfonso determinó presentar batalla el lunes, 16 de julio. Llegada la noche del domingo, todos se dispusieron a la lucha con la confesión y comunión, cobrando con este divino manjar fortaleza y valor irresistible.

El Rey se dirigió a su ejército con estas palabras: “Bien sabéis, oh valerosos soldados que injustamente y contra derecho ocuparon esos moros nuestras tierras. Sabéis que por la fuerza fueron ya despojados de casi todos los usurpados dominios. Esta batalla será su total ruina o renovará nuestras antiguas cadenas. La justicia, la razón y el auxilio del Señor están a favor nuestro. No nos queda sino la esclavitud o el triunfo; pelead con valor y fortaleza”.

La batalla comenzó con gran ímpetu y valor por una y otra parte. Tres veces cargaron los cristianos con esforzado arrojo sin lograr desbaratar los escuadrones enemigos. Parecía luego que la victoria se inclinaba del lado de los moros. Dijo entonces Don Alfonso al arzobispo Don Rodrigo:
-Ea, Arzobispo, muramos aquí yo y vos- Diciendo esto quiso adelantarse a lo más peligroso de la batalla. Pero lo detuvo el Arzobispo y le respondió: - No quiere Dios que aquí muráis, antes habéis de triunfar.

En esto se adelantó el último escuadrón y cargó contra los moros con tanto valor y esfuerzo, que levantó el ánimo en todo el ejército cristiano. Finalmente desmayaron los moros, huyendo en precipitada fuga alcanzando los cristianos la victoria.

Levantándose mi abuelo del poyo de piedra, dijo así sucedió todo, pero hay más. Hay quien cree que al empezar la batalla apareció en los cielos una cruz resplandeciente de varios colores, con cuya vista se alentaban los cristianos y atemorizaban los infieles; pero de este suceso no hacen mención ni el arzobispo Don Rodrigo ni el rey Don Alfonso en su carta al Sumo Pontífice. Lo cierto es que la cruz que el canónigo  de Toledo, llamado Domingo Pascual, pasó por todos los escuadrones de los moros sin daño del que la llevaba, aún lloviéndole de todas partes innumerables saetas. La ayuda del cielo era manifiesta. Perecieron en la pelea más de cien mil moros y veinticinco o treinta cristianos, según dice el rey Don Alfonso en su carta al Papa Inocencio III. Para memoria de este hecho se instituyó la fiesta del “Triunfo de la Cruz”.

Esa mañana comprendí que una cosa es cierta, que si quieres conseguir algo en esta vida hay que seguir el lema de: “A Dios rogando y con el mazo dando.”

Cuenca, 16 de julio de 2017


José María Rodríguez González. 

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