sábado, 19 de octubre de 2019

Santa Irene. Fiesta del 20 de octubre.


    Hay varios relatos de diferentes Santas con este mismo nombre, una de ellas fue la emperatriz de Constantinopla, la viuda de León VI, que colaboró con la organización del séptimo concilio de Nicea, donde se estableció la canonicidad de la veneración de los iconos, los santos, las reliquias y los restos de los santos.
Otra Santa Irene fue una virgen que murió como mártir en alguna de las ciudades del imperio Romano. No hay informes sobre esta santa mártir hasta el Menologio bizantino de Basilio II, sobre el siglo X, que consiste en una abreviada obra sobre las vidas de los santos del año completo, cuya historia relataré aquí.

En los breviarios antiguos de Evora y Braga y en los monumentos conservados por los escritores lusitanos, es célebre la memoria de Santa  Irene, virgen y mártir, cuya fiesta la Iglesia celebra el 20 de este mes de octubre.

Según estos documentos, residía con sus padres en un lugar llamado Navancia, a orillas del Tajo, perteneciente al señorío de un ilustre magnate, allá por los años del rey Recesvinto, en el siglo VII. El hijo del conde, por nombre Britaldo, se había enamorado ciegamente de la belleza de Irene. Quiso conquistar la fortaleza cristiana de su corazón, donde había puesto su trono el Rey de las vírgenes, el Cordero Inmaculado, que se apacienta entre lirios y azucenas, de candor y pureza celestial. Irene se había consagrado a Dios en un monasterio que dirigía su tío, el abad Salio.

Mucho costó al desgraciado Britaldo persuadirse de que peleaba en vano. Creía que por ser el único heredero del conde Castinaldo, lo podía todo y se le debía todo. Al fin se convenció de que Irene, mejor, la gracia de Cristo que habitaba en ella, podía más. El amor se convirtió en odio y vino la venganza cruel. Avergonzado de verse despreciado y vencido, concertó con un soldado que matase a la inocente joven y la arrojase al río, mientras él huía de la ciudad, que le resultaba una cárcel después de si derrota.

Se realizó el diabólico plan con tan completo resultado, que el pueblo, al notar la falta de Irene y de Britaldo, con general escándalo, pensó en una fuga amorosa. Así se denigraba la honra de una mártir virgen y se sepultaba en las ondas del Tajo la noticia de un doble crimen: Britaldo había quitado la vida a Irene y había echado sobre su honor, más estimable que la misma vida.

Pero, al decir los biógrafos, no permitió Dios por mucho tiempo tal deshonor para la mártir de la pureza, y dio pronto público testimonio de su virtud y valentía. El Abad Selio tuvo revelaciones secretas del martirio y ordenó que fuese recogido el cadáver con honores de mártir, en presencia de todo el pueblo. Divulgó el santo abad la noticia, y rodeado de sus monjes, acompañado de inmenso y curioso gentío, se encaminó por la ribera del Tajo al lugar que le había sido revelado. Todos pudieron admirar el celestial prodigio; el caudaloso río había replegado sus aguas hacia la orilla opuesta, dejando un espacio seco, donde, sobre un suntuoso sepulcro, fabricado por manos de ángeles, guardianes de los niños inocentes, yacía el cuerpo virginal de Irene, con la herida del puñal y la sangre fresca.

Desde entonces aquel lugar se hizo célebre y olvidado el nombre antiguo de Scalvis, comenzaron a llamarle Santa Irene, de donde nació, por usual abreviatura, la palabra que hoy lleva de Santarem.

Nuestro cronista Ambrosio de Morales refiere así el suceso: “Por esto, y para mayor gloria de Dios y muy extrema honra de esta Santa, con mucha razón se comenzó a perder el nombre de Scalvis y nombrarse Santa Irene, que un poco abreviado, ahora vulgarmente dicen Santarem. Así le quedó a la bienaventurada virgen una gran ciudad por epitafio y todo el río Tajo por templo de su celestial sepulcro”.

“¿Qué gloria mayor, podemos exclamar con San Agustín, que estas mujeres, a las cuales aún los hombres más fácilmente admiran que imitan?”.

Cuenca, 20 de octubre de 2019.

José María Rodríguez González. Profesor e investigador histórico.

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