lunes, 14 de octubre de 2019

Santa Teresa de Jesús (1515-1582)

    Teresa de Cepeda y Ahumada, castellana de Ávila, fue de adolescente soñadora y novelera, con gran afición a los libros de caballería, coqueta. A los 20 años entra en el Carmelo, que le decepciona por sus blandura, cae muy enferma y después de sanar prosigue un penoso camino de arideces, tentaciones e incomprensiones que van edificando su alma.

Cuando quiere reformar la orden carmelitana es ya una mujer madura, con hondas experiencias místicas que le dan aliento para sus constantes viajes por toda España, afrontando luchas y persecuciones, quebrantada de salud, “sin ninguna blanca”, pero inflexible en el propósito, porque “nunca dejará al Señor a sus amadores cuando por sólo Él se aventura”.

Al convento de San José de Ávila seguirán otras dieciséis fundaciones (sin contar quince de varones carmelitas descalzos, a las que contribuyó ayudado de San Juan de la Cruz), y tras un despliegue de actividad, dulzura y fortaleza que maravillan (Todo lo que hay en ti de águila y de paloma”, le cantó un poeta), muere extenuada en Alba de Tormes: “Tiempo es ya que nos veamos, Señor mío”.

Mujer excepcional por todos los conceptos, humanísima y alegre, franca, enérgica, tenaz, de un humor incomparable, rebosante de espiritualidad y manejando muy bien, siempre por obediencia, la pluma: sus libros, escritos al desgaire, que le han hecho doctora de la Iglesia, son un prodigio de gracia personal, simpatía y elevación.

El tópico, muy fiel a la verdad esta vez, de la monja andariega, resume la paradoja de esta gran figura femenina que ha cautivado a todo el mundo. En éxtasis o entre pucheros, es la santa de la naturalidad sobrenatural, de una sencillez altísima que parece inasequible a los humanos sin la ayuda de Dios.

Cuenca, 15 de octubre de 2019

José María Rodríguez González. Profesor e investigador histórico.

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