Navidades de corazón
Siempre al llegar estas fechas me viene a la mente los
primeros días de vacaciones de Navidad.
El domingo anterior a la Navidad era el primero en levantarme en casa, a
penas si desayunaba porque sólo pensaba en subir a casa de los abuelos.
El día era frío y según iba
ascendiendo por la calle Caballero sentía como se me helaba el aliento, al
llegar al 23 de la calle Alfonso VIII las manos las llevaba como los
carámbanos de las fuentes del Vivero de
Santa Ana. Al llegar a la casa, poniendo
las manos sobre la estufa de leña y bien arrimado a ella sentía como mi pequeño
cuerpo entraba en calor. Mientras tanto mi abuela Florencia, sobre la mesa
formaba un círculo con la harina en el que ponía el azúcar, los huevos, el
aceite, ralladura de limón, un sobre de gaseosa (hoy sería levadura) y una
copita de orujo, al que mi abuelo la llamaba “agua del Carmen”. Las manos maestras de mi abuela amasaban todos
estos ingredientes hasta formar una masa compacta. Me hacia bajar a la pila del
portal (sólo había un grifo con pila de agua en el portal en todo el edificio)
a lavarme las manos para poder participar en tal gozosa hazaña, con las manos
enharinadas volteaba gustoso la masa hasta que mi abuela Florencia me insistía
que la dejara reposar un rato.
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Museo Diocesano de Cuenca |
Mientras que la masa reposaba mi
abuela animó a Sabino, mi abuelo, a que me contara la historia de Abel el
pastor.
Abel era pastor y los primeros
que fueron a visitar a Jesús en Belén fueron ellos, los pastores. Abel lo
recordaba con frecuencia y el alma se le llenaba de deseos cuando pensaba que
de haber nacido en aquella época podría haber sido uno de esos pastorcillos de
Judea. Desde los diez años pastoreaba las ovejas al quedarse huérfano, viviendo
con un tío suyo también pastor. La mayoría de los días los pasaba en el campo y
pasaba grandes temporadas sin bajar al pueblo, sólo sabía del pueblo lo que le
contaba su tío que era el dueño del rebaño. La Sierra de Cuenca era su mansión
y en sus parideras buscaba el rincón más abrigado donde descansar. En los pocos
años que llevaba con el rebaño había aprendido el arte del pastoreo y por las
noches le gustaba mirar al cielo descubriendo en las estrellas el día y la hora
que era en que vivía. Distinguía la flora de las rocas y las cañadas, adivinaba
los cambios de tiempo sin equivocarse, reconocía las ovejas y corderos en la
oscuridad por el balido. Sabía desollar una res y cuidar una cría. Era valiente
y en alguna ocasión se vio obligado a defender al rebaño de un lobo de cuyo
encuentro mostraba una cicatriz en su brazo.
Todos los años subían a la Sierra
otros rebaños trashumantes y en las noches oyó contar cien veces, al amor de la
lumbre de romeros la distinción que Dios concedió a los pastores al hacerse
hombre y siempre soñaba con el deseo de haber sido él uno de esos
privilegiados.
¡La masa ya esta lista¡ se oyó
decir a mi abuela y haciendo pequeñas bolas con la masa la apretaba en lo alto
hasta conseguir hacer un agüero quedando redonda la rosquilla, luego en el
aceite caliente la introducía hasta que se doraba depositándola después en una
bandeja con papel de estraza para que escurriera el aceite y antes de que se
enfriara las pasaba a otro plato para rebozarlas en azúcar con canela.
Mientras degustábamos las
rosquillas mi abuelo siguió con el relato:
Era un 24 de diciembre, todo el
día había estado nevando hasta media tarde que cesó y un viento fuerte limpió
de nubes el cielo. El ganado no había salido de la paridera que estaba formada
por una pared tosca de piedra cerrada terminada en una profunda cueva de roca
viva. Acuciado por los balidos lastimeros de una cordera madre comprendió que
había perdido a su cría y salió en su busca. Una, dos y más horas estuvo
buscando al corderito. Había anochecido pero la luz de las estrellas que
brillaban como diamantes y la blancura de la nieve ponían luz suficiente en el
paisaje para proseguir la búsqueda. El frío aumentaba y el viento barría la nieve
y levantaba nubes de cristalitos que se clavaban en el rostro de Abel. Al fin halló
el corderito medio helado al pie de una zarza. Echándoselo sobre sus hombros
caminó hacia la “tiná” de la que se había alejado bastante.
De vuelta iba pensando en que era Nochebuena y ya las
doce debían de andar cerca y sus pensamientos se centraban en sus deseos de
haber sido él uno de esos pastores que tuvieron la suerte de ser los primeros
en ver al Hijo de Dios. Tan embelesado iba que apenas si notaba el dolor de
costado que se le puso hacía un buen
rato. El camino era largo, el cansancio grande, la noche cruda y sus
pensamientos se interiorizaban más hasta creerse pastor de Belén llevando en
sus hombros la ofrenda al Niño Jesús.
Con poca luz en los ojos y mucha
en el alma, llegó a la paridera y entregó el cordero a la madre de la oveja.
Tambaleándose fue hacia el fondo de la cueva buscando el montón de paja para
descansar cuando vió que en la cueva había gente, Abel se sobrecogió, pero
siguió avanzando, ¡Si, había gente! Vió un hombre de agradable presencia, vestido
con túnica, ceñida al cuerpo. A su lado vió a la mujer más bella que hubiera
imaginado, envuelta en un manto azul. Entre ambos y sobre unas pajas que
servían de lecho en las noches, Abel vió a un niño recién nacido, de quien
emanaba toda la luz. ¡Sí eran ellos! Los de sus sueños, eran Jesús y sus
padres, tal y como los viejos pastores le habían contado cientos de veces, los
de Belén. Los tres le sonrieron
mirándole. El niño Jesús le tendió sus brazos, Abel dobló sus rodillas
insensibles por el frío, su boca fue inclinándose hacia las pajas a los pies
del Niño Jesús. Su sueño se realizaba, su fe había sido premiada. ¡Los veía,
los adoraba, como aquellos pastorcillos en Belén! ¡Qué alegría tendría su tío
si viera todo aquello! Igual que en Belén. El se lo contaría. En aquella
postura permaneció muchas horas. Cuando a la mañana siguiente llegó a la tiná
el tío lo encontró de bruces sobre el montón de paja de su rincón. Las ovejas
le rodeaban. Ya no vivía. En sus labios tenía prendida una sonrisa. Los
corderillos balando parecían cantar la gloria. La Sierra empezaba a vestirse
con el claro Sol, promesa de una alegre Navidad.
Las rosquillas iban
desapareciendo del plato cuando se me ocurrió preguntar ¿Eso fue de verdad?
Mira Josemari, la verdad nace del corazón de cada persona al igual que la
Navidad, que cada año vuelve para ser testigo de la alegría del nacimiento del
Rey del Cielo en cada persona que quiere recibirlo.
Cuenca, 13 de diciembre de 2015 y 24 de diciembre de 2022.
José María Rodríguez González.
Profesor e investigador histórico.