En la monumental iglesia
madrileña de San Francisco el Grande se guarda un óleo celebrado de Manuel Domínguez.
Pertenece el lienzo a la categoría de los cuadros llamados simbólicos por ser
sus personajes representativos no singulares sino de colectividades.
En el
trono del Altar se sienta airosa la Madre del Carmelo con rozagante vestiduras
y estrellada diadema. Lleva en brazos al Santo Niño, portador del bendito
escapulario de la Orden. Ofreciéndoselo bondadosamente a San Simón Stock, prior
general del Carmen, que aparece arrodillado y con los brazos extendidos en
ademán suplicante; a él debemos los cristianos el maternal carisma de María al
obtener para sus devotos tan soberano talismán.
Oleo de Manuel Domínguez Iglesia Madrileña de San Francisco el Grande |
De pie al lado del Santo General,
está una virgen cristiana con atributos de pureza y coronada de rosas como las
desposadas de Cristo. Y al lado opuesto un santo Prelado devoto con capo aluvial,
postrado reverentemente, y junto a él dos personas subalternas: un monje soldado
-quizá caballero del Monte Carmelo- que sostiene una cruz precesional, y un
apuesto doncel que maneja el incensario con honor de la Virgen Madre.
Sólida y popular devoción la de
Nuestra Señora del Carmen. A Ella se encomiendan todos los cristianos,
vistiendo su santa librea y atemperando sus costumbres a lo que el diminuto
hábito significa. La gente del mar la tiene por Patrona venerada y eficacísima
en los maremotos y naufragios. Una secular experiencia, dolorosa a veces, les
vincula invenciblemente a tan amada patrona. A ejemplo suyo, todos, pues todos
navegamos místicamente por el mar proceloso de este mundo, escojámosla de guía en
la ruta; sea ella nuestro faro desde el puerto y estrella polar en la travesía.
Con su auxilio, bajo el ampara de su luz, arribaremos felizmente a eternales
playa, seremos cumplidamente felices.
Cuenca, 16 de julio de 2017
José María Rodríguez González
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