En la fiesta de
difuntos
El otoño arrecia por las hoces,
en el susurro del viento vienen los sollozos de despedida que claman las hojas
al caer de sus ramas donde verdes y lozanas lucieron en primavera, tornando al
amarillo y ocre al culminar su existencia. En los templos los cirios amarillos
musitan con leve chisporroteo su misteriosa oración mientras por el aire vuelan
los lamentos de las campanas doblando a duelo.
En los hogares se han tejido
coronas de recuerdos estremeciéndose los corazones en la memoria de los seres
perdidos, seres que partieron hacia lo Eterno. La Iglesia en este día congrega
a sus hijos a la oración por los que nos precedieron y desde el cielo nos miran
y animan a seguir sus huellas en este día de Todos los Santos.
El catolicismo, que es una
religión basada en el amor de corazón, nos invita a lo largo de este mes de
noviembre y en especial en este día señalado, a unirnos en una sola plegaria,
al recuerdo de tantos hermanos nuestros que pasaron por la vida con nosotros, vivieron,
amaron, lucharon, sufrieron y al término de su tiempo tienen sus esperanzas
puestas en nosotros, en nuestros méritos y sufragios.
No nos conformemos con un ramo de crisantemos depositado sobre
la tumba, fúnebre obsequio de aparador antiguo, esas flores terminarán lacias y
al final en el cubo de la basura arrastradas por la escoba de un sepulturero,
siendo sólo el tributo de una vanidad humana o cuanto más un frío o novelesco
sentimiento. Para ellos, los que pasaron y recordamos, sólo tienen valor las
flores de nuestra oración o el aroma de nuestros sacrificios.
Cuando estos días visitéis el
cementerio no leáis los epitafios, mirar más bien las cruces que se elevan sobre las tumbas, ellas nos dicen
mirando al cielo, no todo aquí es
podredumbre, sino que el cuerpo que aquí yace estuvo confortado por un alma, el
alma del que os dejó con lágrimas en los ojos.
Rogad por todos, no pongáis
límite a vuestra oración. Rogad por los que yacen sin epitafio en el fondo de
los mares, por los que sin nombre cayeron en los campos de batalla, por los que
en ese momento de su muerte no tuvieron una mano amiga que cerrara sus ojos ni
rezaran una oración por su alma. Rogad, en fin por todos, creando el lazo del
calor de la oración de los cristianos, lazo de hermandad que nos une a todos,
vivos y muertos bajo la mirada del mismo Padre que está en los cielos.
¡Cuán lúgubre y a la vez místico
es el eco que deja las campanas! Hay un misterio de algo grandioso y recóndito
de ultratumba y de recuerdo en el sonar monótono, aunque vivo en ese sonido de
campanas en la Noche de los Difuntos. Es la plegaria y la oración que se
elevan al Cielo para que por la
intercesión de un ángel, que vive en aquellas Mansiones Celestiales, bendiga
los hogares y nos conceda la dicha inefable y venturosa de reunirnos de nuevo,
un día lejano, con ellos en el Cielo.
Cuenca, 1 de noviembre de 2015.
José María Rodríguez González. Profesor e investigador histórico
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