Dicen que no hay corazón
cristiano que no ostente esta bendita y salvadora enseña, por lo que me ha dado
por buscar tal digna medalla, que me sonaba que tenía una, posiblemente
perteneció a mi madre o a mi abuela. El asunto es que después de rebuscar entre
mis cosas. ¡Eureka! La encontré. Está un poco deteriorada pero es posible su
reparación, así que con las herramientas adecuadas lo he arreglado y listo para
ser expuesta.
Por decreto del Sumo Pontífice
León XIII, fechado el 23 de julio de 1894, se establece en honra de la Medalla Milagrosa
una fiesta particular a semejanza de las que existían ya en honor del Santo
Rosario y del Escapulario. Si se quedan conmigo y me acompañan les cuento la
historia.
Corría el año de 1830. En el
noviciado de las Hermanas de San Vicente de Paúl de París, profesaba en él la
joven Catalina Labouré. Allí transcurrían los días de la piadosa novicia sin
llamar la atención siendo humilde y dócil. Descansaba una noche al igual que
sus compañeras en un vasto dormitorio, cuando oyó una suave voz que
insistentemente le decía al oído: “Levántate”.
Ante la insistente voz despertó,
corrió la cortina por el lado donde oía la voz y vio a un niño de unos cuatro o
cinco años con rubios cabellos y todo su cuerpo desprendía rayos luminosos alumbrando
la estancia: “Ven, -le dice la voz , ven a la capilla; la Santísima Virgen te espera”, “Pero me van a oír” –pensaba Catalina. Y lo verán…” “Nada temas –repuso el niño contestando
al pensamiento de Catalina- son las once
y media y todos duermen, yo te acompañaré”. Al oír estas palabras y no
pudiendo resistir a la invitación del cariñoso guía, se vistió a toda prisa y
acompañada por el niño que irradiaba claridad por sus destellos de luz por
donde pasaba fueron a la capilla.
Subió de punto su admiración al
ver abrirse la puerta en cuanto la hubo tocado el niño y al ver que toda la
capilla estaba iluminada, “lo cual –añade ella- me recordó la Misa del Gallo de
Navidad”. Acompañada del niño hasta la barandilla del comulgatorio donde la
dejó arrodillada. Tras breves instantes exclamó el niño: “Mira a la Santísima Virgen”; una señora de sin igual belleza se
presentaba ante su vista cubierta de blanco con velo azul. Siguiendo los
impulsos de su corazón, se arrojó a los pies de María Santísima. Tras breves
indicaciones la Virgen le agregó: “Hija
mía voy a encargarte una misión; muchas penas tendrás que sufrir en ella, pero
gustosa las sobrellevarás prensando que van dirigidas a la mayor gloria de
Dios; muchas contradicciones te sobrevendrán, pero la gracia te ayudará; nada
temas, refiere todo lo que te suceda con sencillez y confianza a tu director
espiritual”. Cuando se le pregunto a Catalina no acertó a decir el tiempo
que permaneció con la Virgen. Cuando desapareció la visión se levantó, sor Catalina y vio nuevamente al
niño en el sitio en que le había dejado al acercarse ella a la Virgen.
Diciéndole ¡Ya se fue! Y la volvió
acompañar al dormitorio. Se cree que este niño era el ángel de la guarda que
Catalina tenía designado. Oyó dar las dos
de la madrugada en la cama pero esa noche ya ni pudo dormir más.
Este relato es una parte de la
misión de sor Catalina. Es su director espiritual el señor Aladel quien nos
cuenta lo ocurrido el 27 de noviembre de 1830. Esto es lo que en el proceso
verbal de información de fecha de 16 de febrero de 1836 fue recogido en acta:
“A las cinco y media de la tarde,
hora en que las Hermanas acostumbraban a tener sus rezos en la capilla donde se
aparecido la Virgen a la joven como en un marco ovalado; estaba de pie sobre el
globo terráqueo del que no se veía más que la mitad; vestía ropaje blanco con
manto azul plateado, parecía tener diamantes en las manos de las que caían
haces de rayos luminosos a la tierra, y con mayor abundancia caían haces de un punto
de la misma. Creyó oír una voz que decía: Estos
rayos son el símbolo de la gracia que María obtiene para los hombres y el punto
sobre el cual caen más abundantes es Francia. Se podía leer alrededor del
cuadro estas palabras escritas con caracteres de oro: ¡Oh María! Sin pecado concebida, rogad por nosotros que acudimos a Vos.
Esta oración estampada en semicírculo, comenzaba a la altura de la mano
derecha, y pasando por encima de la cabeza de la Virgen venía a terminar a la
altura de la mano izquierda. Habiéndose vuelto el cuadro, vio en el reverso del
mismo la letra “M” rematada de una cruz con un trazo transversal en medio; y
por debajo del monograma de María, los Corazones de Jesús y de María, rodeado
el primero de una corona de espinas y atravesado el otro por una espada. Luego
le pareció oír estas palabras: Hay que
hacer acuñar una medalla según este modelo: Las personas que la lleven
indulgenciada y recen con piedad esta oración gozarán de una protección
especial de la Madre de Dios, y en este preciso instante acabó la visión.
Catalina Labouré, murió en París, en olor de santidad el 31 de diciembre de
1876 y fue beatificada por el Papa Pío XI en 1933.
El Arzobispo de París declaró
varias veces que él mismo había ofrecido esta medalla a muchos enfermos de
todos clase y condición y habían sanado. No tardó en proclamarse en una
alocución del 15 de diciembre de 1836, con ocasión de la consagración de la
iglesia parroquial de Nuestra Señora de Loreto de París, la necesidad de darla
a conocer en todo el mundo católico, extendiéndose su devoción rápidamente por
España, Suiza, Italia, Bélgica, Inglaterra, América, en Oriente y hasta en
China.
Muchos son los milagros y
conversiones que hubo a través de la Medalla Milagrosa y se haría muy largo el
contar cada uno de ellos lo que si diré que todos ellos fueron estudiados y
comprobados y que el 5 de junio de 1842 el eminentísimo cardenal Patrizzi
proclamó que quedaba plenamente probado el verdadero e insigne milagro obrado
por Dios.
Cuenca, 27 de noviembre de 2018.
José María Rodríguez González.
Profesor e investigador histórico.
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