La imposición de la
ceniza y el ayuno.
En el siglo XV y XVI subsistían
aún en algunas comarcas extraños vestigios de antiguas disciplinas.
Cuentan varios cronistas, que en
Alberstad (Halberstadt, Sajonia, Alemania) y en otros puntos, cada año se
nombraba en ese día a quien se consideraba como el mayor pecador de la
localidad; se le vestía de luto y se le tapaba enteramente la cabeza. Así le llevaban
a la iglesia como si se tratara de un reo que va al cadalso. Al terminar la
función religiosa, se le arrojaba del templo y se le mandaba que pasara toda la
cuaresma en peregrinación incesante, descalzo y vestido de penitente. Debía
descubrirse la cabeza al pasar por delante de la iglesia y dar vueltas
alrededor de ella, pero no podía entrar ni hablar con nadie.
Cada día le invitan a comer en
cosa distinta y debía comer aquello que le pusieran. El día entero debía pasarlo
caminando y para dormir debía hacerlo en alguna plaza pública o pajar si el
tiempo era adverso. Esta práctica duraba desde el Miércoles de Ceniza hasta el Jueves
Santo, en cuyo día le acompañan a la iglesia obteniendo la absolución y se
le entrega buena suma de dinero, fruto de las limosnas que para él habían dado
los fieles. Este dinero pasaría posteriormente a la iglesia. Este personaje siniestro
era el encargado de expilar los pecados de toda la comunidad y se le llamaba Adán.
En el siglo IX, los griegos
anticipaban la cuaresma una semana, para ayunar exactamente cuarenta días como
Jesucristo. Por entonces advirtieron al resto de la cristiandad que la Cuaresma
de seis semanas que ellos guardaban, no contaba, excluyendo los domingos, sino
treinta y seis días de ayuno. Por devoción y también por condescendencia con
sus hermanos orientales, anticiparon cuatro días el ayuno cuaresmal, por lo que
le correspondió empezar el miércoles después del domingo de Quincuagésima. La
ceremonia de imposición de ceniza se trasladó a dicho día, llamado desde
entonces Miércoles de Ceniza.
Al cesar la disciplina de la
penitencia canónica, se mantuvo no obstante el rito de la imposición de la
ceniza. Hacía largo tiempo que muchos fieles se sometían de por sí, a dicha
ceremonia; presentándose también como pecadores y se juntaban con los
penitentes públicos por devoción. Aún pasado el siglo XI perduró esta
costumbre.
Con esto se llegó al rito actual,
en el que no se echa de la iglesia a ningún pecador, sino que todos los fieles,
juntos con los mismos sentimientos de humildad, presentan su frente al
sacerdote para que trace en ella la señal de la cruz con ceniza, al tiempo que
les dice estas palabras: Acuérdate, oh
hombre, que eres polvo y que en polvo te convertirás.
Antiguamente los fieles se
acercaban descalzos a recibir este símbolo de la nada del hombre; aún en el siglo XII, el Papa y los cardenales que
le acompañaban recorrían descalzos el camino que hay desde la iglesia de Santa
Anastasia hasta la de Santa Sabina, desde el pie del monte Aventino hasta su
cumbre.
La Iglesia aflojó este rigor
exterior, teniendo en cuenta desde luego con los sentimientos de humildad y
deseos de penitencia que una ceremonia tan importante debe despertar en
nuestros corazones. ¿Asistimos fielmente, como desea la Santa Iglesia, a la
conmovedora ceremonia de la imposición de la ceniza? ¿Sentimos por ventura en
nuestra alma, al recibir este símbolo de penitencia, el arrepentimiento del Rey
David, la humildad del santo Job, la contrición de los ninivitas?
Tomemos hoy la resolución de
llevar en la Cuaresma, más que de costumbre, vida de oración, penitencia y
cristiana piedad, oyendo así la vos de nuestra Madre la Santa Iglesia que nos
invita a la práctica del recogimiento y de la mortificación.
Cuenca 6 de marzo de 2019.
José María Rodríguez González.
Profesor e investigador histórico.
No hay comentarios:
Publicar un comentario