Si pudiéramos obtener una foto instantánea del cielo, en el día de esta fiesta, nos sorprendería el “regocijo de la Gloria”. El día 1 de noviembre celebramos la fiesta mayor, la fiesta de quienes han llegado allá donde todos esperamos ir, lugar donde siempre se nos espera con los brazos abiertos, sobre todo de nuestros allegados que nos han precedido.
Todos los Santos celebran hoy su festividad, llenos de la santidad que ya les concede el estar cerca de Dios, llenos de la alegría de haber conseguido el fin para el que fueron creados y puestos en sobre la Tierra.
Nuestro regocijo de cristianos debe ser con ellos, debe estar sumado al de ellos, porque al fin y al cabo, cuantos más intercesores tengamos allá, más fácil nos será un día hacerles compañía.
Con cierta facilidad olvidamos que todavía seguimos en el camino que nos puede llevar a la eternidad sin haber llegado a cruzar sus puertas, y como otras tantas cosas, venimos desdibujando esta festividad con cosas profanas. Y así, en llegando estos días nos acordamos mucho más de ciertas cosas de la Tierra, que son materialismo puro y comercial como los dulces: husos de santo, buñuelos, etc. que de la fiesta en los Cielos.
Debemos ser exigentes con nosotros mismos y debemos de pensar que no todo se reduce a esto. Sean nuestro recuerdos y nuestras flores para todos los que un día partieron, como homenaje al cuerpo de que, en cada caso, se sirvió Dios como instrumento para nuestro nacer a la vida. Sean también nuestras flores para todos los que enviados allí están, fueran grandes o chicos en vida. Sean nuestras flores para todos sin distinción. Pero acostumbrémonos a deshojar alguna flor despacio sobre la tierra sepulcral, echando a volar con cada pétalo una Ave María haciendo crecer en nosotros esas alas que un día nos darán la fortaleza debida para volar junto a ellos, haciendo nacer en nuestra existencia lo que tenemos de ángel.
Publicado en Cuenca, 1 de noviembre de 2020.
Por: José María Rodríguez González. Profesor e investigador histórico.