Fue la propia Virgen María quien lo
confirmó, al aparecerse en 1858 a una pobrecita aldeana de los Pirineos,
anunciándose con estas palabras: “Yo soy la Inmaculada Concepción”.
Este es el célebre axioma: “
Potuit, decuit, ergo fecit” (
Pudo, convenía, luego se hizo) con el que el padre franciscano: Juan Duns Scoto (1265-1308) concluía su exposición en
defensa de la Inmaculada Concepción en la Universidad de París. Su disertación
decía: Dios Todopoderoso podía crear a la Santísima Virgen libre de pecado. Él
ciertamente quería hacerlo, pues convenía a la altísima dignidad de aquella que
sería la Madre del Divino Salvador, que se mantuviese exenta de toda mancha;
por tanto Dios le concedió tal privilegio. He ahí el maravilloso y singular
privilegio de la Inmaculada Concepción.
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Inmaculada de San Felipe Neri |
El primer ilustre y defensor de
la Purísima, anterior al Venerable Scoto, lo encontramos en nuestro país y es el
humanista Raimundo Lulio, que desde 1286 la defendió públicamente en la
Sorbona, verbalmente y por escrito: Al terminar su obra teológica: “Libro de
los principios de Teología”, añadió: “Terminadas están las reglas de los
principios de la Teología bajo el patrocinio de la Bienaventurada Virgen María
CONCEBIDA SIN MANCHA”.
No sólo en París se habló del
misterio. En el siglo XV empezaron las lides concepcionistas y
anticoncepcionistas en la Universidad de Salamanca. Defendieron el misterio de
la Inmaculada: Alfonso Villadiego de Madrigal, Juan de Segovia, Juan de Sahagún
y Cisneros; la impugnaban Juan de Torquemada y Diego de Deza.
En el concilio de Trento, al
frente de todos los defensores de la Purísima, estuvo el Ilmo. Sr. Obispo de
Jaén, D. Pedro Pacheco, éste en la sesión que trató la cuestión del pecado
original, se dirigió a los concurrentes en estos términos: Me parece bien, pero
ante todo, hay que ver lo que se resuelve acerca de la Concepción de María…
pues es preciso dejar terminado este asunto en el Concilio”. El
decreto, redactado el 8 de junio de 1546, para ser discutido, exclamó el
ilustre prelado español: “No me gustan esas palabras de ley universal, pues parece que se incluye en ellas a la Virgen;
añádase para dejarla a salvo, esta frase: a no ser que con alguien por
privilegio especial, haya dispuesto Dios a otra cosa, como piadosamente se
cree, de la Bienaventurada Virgen”. Y esto es lo que en efecto se hizo.
En el siglo XVII, la Corona de
Aragón y sus Prelados elevaron Letras postularías a las Cortes del Reino para
que fueran remitidas a su Santidad y la presión ejercida por los pueblos españoles
en pro del misterio llevaron al Rey Felipe III a enviar a la Santa Sede una
comisión, encabezada por el Padre General de los Franciscanos para que
resolviera a favor. Aún con todo ello El
Vicario de Cristo no accedió a declarar el Dogma.
Felipe IV, hijo y sucesor en el
trono a Felipe III, obtuvo del Papa Gregorio XV, el 4 de junio de 1622, el
decreto declaratorio del misterio; y Carlos III, de S.S. Clemente XIII obtuvo
que la festividad de la Purísima fuese fiesta patronal de las Españas.
Otro esfuerzo se hizo por parte
de España en el año 1659, enviando a Roma al Ilmo. Sr. Obispo de Plasencia, D.
Luis Crespi de Borja, en representación del Rey, y al Padre Jerónimo Salcedo,
portadores de cartas de todos los Prelados y Cabildos de España. Por fin y al
cabo de dos años de incesantes súplicas se publicó la bula Solicitúdo ómnimun ecclesiárum, fechada a 8 de diciembre de 1661.
No se conoce ninguna otra tan satisfactoria respuesta con respecto a la
Inmaculada Concepción de María, hasta el llamado “Papa de la Inmaculada” Pío
IX.
Desde su destierro el Papa Pío IX
escribió a los Prelados del mundo entero solicitando una información exacta y
puntual acerca de las creencias en el Misterio de la Concepción Inmaculada de
María. De las 603 respuestas que recibió, 546 fueron favorables y 57 contrarias
a la definición. De España fueron 47 las respuestas y todas ellas favorables al
Dogma.
Finalmente el día 8 de diciembre
de 1854, en torno al Vicario de Cristo, unos 200 Prelados, de los cuales había
54 cardenales, 42 arzobispos y 98 obispos y con 60.000 fieles que llenaban la
inmensa basílica de San Pedro llegados de todos los rincones del mundo. S.S.
Pío IX definió el dogma de la Inmaculada Concepción de María.
Finalmente y para más
confirmación fue la propia Virgen María quien lo confirmó, al aparecerse en 1858 a una pobrecita
aldeana de los Pirineos, anunciándose con estas palabras: “Yo soy la Inmaculada
Concepción”. Lourdes, lugar de las apariciones, es hoy centro de fervorosa peregrinación
y de estupendos milagros con los cuales demuestra la Virgen cuán grato le es el
privilegio de nuestra Madre la Virgen de las Vírgenes. “Mater immaculáta, ora pro nobis”.
Cuenca, 8 de diciembre de 2016
José María Rodríguez González.
Profesor e investigador histórico.