Se acerca la Navidad y fluyen en
mi memoria recuerdos de la niñez, historias que me contaban mis abuelos
maternos, ya que los abuelos paternos murieron antes de que naciera, en
concreto llegue a heredar el nombre de mi abuelo paterno al nacer tres días después
de su muerte, un 17 de noviembre de 1956, tres días después nacería quien les
escribe.
Mis abuelos maternos se llamaban
Isidoro González Cercenado, conocido por el apodo de “Sabido”, natural de
Cuenca y mi abuela, Florencia Vega Gómez, natural de Chillarón.
En mi vida existe un recuerdo
amable. Un recuerdo como casi todos los que conservamos de esa edad dichosa en
que limpia al alma de pecado, e ignorante el corazón de egoísmos, damos los
primeros pasos por la vida con ojos muy abiertos y los brazos extendidos con el
ansia infantil de abarcarlo todo, desconocedores aun del derecho de la
propiedad que más tarde ha de proporcionarnos tantos disgustos.
Mi recuerdo cariñoso es de una
historia sobre un trocito de pan. La historia en esta ocasión es de mi abuela
Florencia.
Era domingo cuando mi abuela
estaba haciendo picatostes en la cocina con vistas al barrio de San Martín.
Desde sus ventanales se ve parte de la subida al Parador y la explanada de la
parte de atrás de las Casas Colgadas. Un grupo de muchachos jugaban con una hogaza
de pan. Jugaban pasándosela de uno a
otro y una niña corría tras ella para cogerla. Eso despertó el recuerdo a mi
abuela Florencia, de sus años de niña en el pueblo de Chillarón de Cuenca.
Viendo la escena mi abuela le hizo expresar: ¡qué poca necesidad de pasa ahora!
y a continuación comenzó a decirme: Me acuerdo de un trocito de pan que todos
los domingos, nos repartía el cura de mi pueblo al salir de la misa dominical.
Era pan idéntico o quizás inferior al que comemos en casa, pero, era pan
bendito y además nos daba pretexto para corretear por el atrio y escuchar los
cuentos maravillosos y la vida y milagros de los santos que nos narraba un
ancianito que invariablemente se hallaba sentado en un poyo cercano a la
iglesia, como hace tu abuelo contigo para que de mayor lo recuerdes y hagas lo
mismo, porque debes de saber Josemari, que a mi edad se vive de los recuerdos y
a la tuya se aprende de ellos.
Fuera lo que fuera, el caso era que
toda la chiquillería del pueblo estaba impaciente por la llegada del domingo y
nada más entrar en la iglesia, dirigíamos la vista hacia el sitio en que se
hallaba el canastro de mimbre que más tarde había de presentar el monaguillo
para que recibiese la bendición antes de llegar a nuestras manos.
Había que darse prisa para
alcanzar el reparto, de lo contrario alguno podía quedarse sin él y entonces ¡que
desconsuelo al saber que no nos había tocado en suerte un pedacito de aquel pan
bendito y tan rico!
Aquel pan, era de verdad, pan
bendito. Pan bendecido por un hombre verdaderamente cristiano, pan que no
llevaba envoltorio ninguno ni consejos especiales. Aquel humilde pastor de
almas, iba conduciendo su rebaño con sencillez y cordura por el camino del
bien. Su vida tranquila y ejemplar, su austeridad, hacía que todo el mundo le
mirase con veneración. Repartía pan de trigo y caricias a los más pequeños de
su comunidad. Pan espiritual y rudos y sanos consejos a los mayores. ¿Cuántos años
han pasado desde entonces? Muchos. Se ven tan lejos esa época de paz, que a
veces me figuro que ha sido un sueño feliz…
Sin percatarnos, mi abuelo Sabino
había estado escuchando y cortó las últimas palabras de mi abuela - ¡No te pongas melancólica con recuerdos de tu
pueblo! Josemari vámonos que falta de pan siempre ha habido y lo habrá y San
Julián protegió y protege a esta comunidad con el “Pan de los pobres” como lo llamaba él.
Saliendo de su casa, nos encaminamos
a la Catedral para rezar una oración por los pobres delante de la urna de los
restos de San Julián. Estando sentados delante del altar del Transparente me
susurró: ¡no olvides de pedir a San Julián por los pobres, porque nunca se
puede descartes, que en algún momento de tu vida, estés entre esos necesitados!
Aquel día aprendí que con el pan
no se juega y para colmo bajando para su casa entramos en la peluquería de
Maeso, a saludarlo. Sobre la mesa camilla tenían: ajos, queso y una bota con
vino. Quedamos sorprendidos porque los que estaban dentro se afanaban en cortar
pequeños trozos de una hogaza que juntándolos con un pedazo de queso comían con
afán; la bota iba de mano en mano. Al entrar nosotros de inmediato se lo ofrecieron a mí abuelo y
para rematar la mañana soltó mi abuelo, ¡Josemari aprende este refrán y no lo
olvides jamás! “Con pan y ajo crudo se
anda seguro” y tomando un trozo de
queso con un trocito de pan, de los que había partidos, remató: “bocado de pan, rajilla de queso y a la bota
un beso”.
Cuenca, 24 de noviembre de 2017
José María Rodríguez González.
Profesor e investigador histórico
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