Este ilustre santo nació en
Lisboa el 15 de agosto de 1195 y murió en Padua el 12 de junio de 1231, de ahí
que celebremos hoy su festividad.
El no se llamó Antonio, su nombre
de pila pudo ser Fernando o Hernando, que luego cambiaría por el de Antonio al
tomar los hábitos. Su padre fue el capitán D. Martín de Bulloes y su madre Doña
Teresa Taveira de Azevedo. Su primera educación la recibió de los canónigos de
la catedral de Lisboa. Cinco años más tarde, estando en Coimbra, se decidió a
ser misionero y vistió el hábito franciscano. Se embarcó para África, anhelando
la gloria del martirio. Una fiebre maligna le obligó a reembarcar hacia España,
pero la tempestad lo arrastró hacia Sicilia. De allí pasó a Asís, donde habló
con San Francisco, que le obligó a estudiar teología, con el fin de que
enseñase después Francia y en Italia.
Dos cosas sobresalen en la vida
de este Santo: el poder grandioso de su oratoria y la fuerza sobrenatural de
sus obras. El prodigio y lo extraordinario le acompañaron siempre, cuando habla
desde el púlpito y cuando anda sobre la tierra o junto a la orilla del mar.
Mi explico: desde el púlpito
fustigaba a los pecadores, a los herejes, a los nobles y al clero, cuando
faltaban a sus deberes. Con frecuencia sus oyentes pasaban de treinta mil,
venidos de todas partes y de todas las clases de la sociedad.
Con referente a lo segundo, Se
cuenta en su historia que un día en Rímini (Italia) acordaron no ir nadie a oír
su sermón y San Antonio se fue a la ribera, en el lugar donde el río Marequia
que desemboca en el mar Adriático en esta misma población y empieza, sentado, a
predicar a los peces: “Hermanos míos los
peces, a vuestra manera vosotros también estáis obligados a dar gracias al
Creador, que os ha dado por morada un tan notable elemento… Dios vuestro
Creador es bueno y liberal…” El prodigio se propagó y entones acudieron los
hombres.
Otro día en Florencia explica el
Evangelio en donde dice “donde está tu
tesoro, allí está tu corazón”. Ese mismo día acababa de morir un poderoso
señor que añoraba la riqueza sobre todo de este mundo y San Antonio
comparándolo con el rico Epulón que se olvidaba del pobre Lázaro según el
Evangelio dijo del muerto: “Id a su casa,
abrir el cofre donde están sus tesoros y allí entre sus monedas, encontraréis
su corazón palpitando todavía”. Estas palabras produjeron un asombro
general que aumentó cuando se comprobó que era cierto lo que había dicho.
Otro milagro muy representado fue
el que aconteció en Tolosa. Un hereje decía que sólo un milagro admitiría la
presencia real de Cristo en la Eucaristía. Pensaba dejar tres días a su mulo
sin comer; después le ofrecería heno y avena: si se apartaba del pienso para
adorar la Hostia consagrada, era señal de que Cristo estaba presente.
San Antonio aceptó la prueba,
pasados los tres días, tomó la Hostia en sus manos, la presentó ante el mulo
hambriento y el mulo dejó el heno y la avena para postrarse ante el Señor.
Desde la resurrección de varios
muertos (comprobada jurídicamente con testigos), hasta la sumisión de los
elementos, no hay milagro que no obrara San Antonio. Sus contemporáneos lo
llamaban el taumaturgo de Padua. Jesús se le apareció visiblemente varias veces
y en especial en la figura del Niño Jesús.
Fue canonizado por el Papa
Gregorio IX antes del año de su muerte. Su popularidad es inmensa en todo el
mundo, gracias a sus muchos milagros y al celo de los franciscanos, que desde
el siglo XIV han difundido su culto.
Nada falta a la gloria de San
Antonio: deseó ser mártir y por ello entró en la Orden franciscana. Fue apóstol
y predicador en Italia, en particular en Roma. Logró la celebridad de doctor,
pues Gregorio IX le llamó Arca del
Testamento y Pio XII le concedió el título de canónico. En vida y en muerte obró muchos milagros y por eso serán
pocas las ciudades donde San Antonio no tenga una iglesia o un altar cubierto
de exvotos y tablillas, fehaciente testimonio de su generosidad y poderosa
intersección.
Cuenca, 13 de junio de 2019.
José María Rodríguez González. Profesor e investigador
histórico.
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