LA CRUZ DE LOS DESCALZOS EN EL PARAJE DE LAS ANGUSTIAS
A las siete y media de la mañana del
Viernes Santo, después de ver pasar el desfile de la procesión del Jesús
Nazareno del Salvador, nos fuimos a la Angustias como buenos devotos, a visitar
a la Madre de Jesús en estos momentos del trance de la Pasión de su Hijo. Las
puertas de la Ermita estaban cerradas y ello me llevo a pensar en mis años de
juventud cuando bajaba con mi abuelo a aquel lugar por estas mismas fechas.
Creo que en mis cincuenta y siete años que tengo no he oído ni leído la
historia de la Cruz del convento mejor contado que lo hacía Sabino, mi abuelo,
quiero haceros participes del relato:
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Pórtico natural de entrada a paraje de las Angustias |
En la década de los sesenta,
siendo un niño, de la mano de mí abuelo bajábamos la escalinata que une la
Plaza con la humilde ermita que la fervorosa devoción conquense ha elevado a
María Santísima, Madre de las Angustias, ante cuya sagrada imagen hincan sus
rodillas los devotos conquenses.
Cuando atravesamos el umbral del
pórtico natural que da paso al paraje de las Angustias, interrumpió, mi abuelo
por un momento su conversación y ambos guardamos un prolongado silencio. De
súbito mi vista se fijó en el viejo caserón conventual, en cuya parte
delantera, separado de la escalinata de piedra por la que descendemos, hay un
pequeño patio de nivel más bajo que el resto del conjunto. Allí álzase
majestuosa una Cruz de piedra ornada de
raras filigranas entre las cuales llamó mí atención una mano grabada en la
misma piedra.
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Cruz antigua del convento Carmelitano |
Una nube de misterio parece
rodear la vieja casona con su Cruz solitaria. Como niño, mi fantasía se
desborda. Nota mi acompañante mi actitud, ante la mano esculpida en la piedra.
Conducido por su temblorosa mano
me encuentro sentado en uno de los escalones de piedra. La luz solar
descompuesta en mil tonalidades da un tinte fantástico al viejo caserón y a la
Cruz envuelta en la penumbra recibe sus misteriosos reflejos.
Esa mano que ahí estás viendo, me
dice mi abuelo experto carpintero, ha sido grabada por buril. Su origen es
causa de leyenda, que no recuerdo sin cierto pavor, ante la sola mención del
nombre con que la imaginación popular la ha designado: “La Cruz del Diablo”.
Veras, el joven se llamaba Sebastián, aseguró mi abuelo, era un muchacho nacido
en una posición que le permitía satisfacer sus más caprichosos deseos. Su alma
maleada por el trato de perversas compañías ocultaba con opaco velo la luz de su inteligencia,
haciendo resplandecer su ridícula altivez e hinchado orgullo. En plena pujanza
de su juventud, se encontraba sumido en el círculo vicioso. Sus estudios en
París eran un pretexto para satisfacer sus más bajas pasiones. Su mirada
taciturna revelaba una lucha constante entre una pequeña llamarada de fe y su
conciencia endurecida.
En aquella primavera pasaba una
temporada de vacaciones con su padre, corregidor entonces de esta famosa e
histórica ciudad de Cuenca, cuando corría el rumor de unos extraños sucesos
acaecidos en el viejo caserón enclavado en la típica bajada de la Ermita de
Nuestra Señora de las Angustias.
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Patio entrada del Convento Carmelitano |
Este caserón que aquí ves, estaba
habitado por la Venerable Orden de los Carmelitas Descalzos, a quien debe el
nombre el puente de abajo. Más tarde con motivo de la desamortización de los
bienes de la Iglesia, este convento hubo de ser abandonado por sus religiosos
moradores, entre los cuales se encontraba el muy anciano prior, que habiendo
pasado su vida encerrado entre sus muros acogedores de esta conventual mansión,
quiso rendir en último acto su vida a Dios, en el lugar donde tantas veces
había recurrido su protección y pidió que le dejasen pasar allí el resto de sus
ya cortos días.
El venerable anciano carmelita, afligido
de dolor por la separación para él tan sentida de sus queridos hermanos y
aquejado de los achaques propios de la vejez, cayó en una dolorosa perturbación
mental. En sus oídos resonaban los lejanos ecos de los cánticos litúrgicos y
ceremonias que celebraba en unión de sus añorados hermanos, llegando su locura
a tal extremo que celebraba misas imaginarias, bendiciendo y sermoneando a los
fieles que no existían sino en el profundo abismo de su razón perdida. Su loca
fantasía hacía que cuando las sombras de la noche lo envolvían, el demente
prior con su andar vacilante, se dirigiese hacia una vieja campana que haría
sonar tocando a oración con lúgubres y lastimosos quejidos mientras la
fantástica silueta del conjunto se retorcía en vagas formas en el enlosado y
musgoso pavimento.
Los piadosos habitantes de la ciudad
escuchaban extrañados, mientras el temor los invadía, el misterioso acento
de aquellos sonidos, terminando por
apiadarse del pobre prior.
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Cruz de los Descalzos |
Un día dejó de oírse el monótono
y lastimero sonido de la vieja campana que tocaba a oración. Un fatal
presentimiento llamó a los caritativos conciudadanos que, requiriendo a la
autoridad penetraron en el ruinoso convento. Allí encontraron el cuerpo inerte
del viejo prior, al que una postrera sonrisa deba la sensación de la dicha
experimentada por haberse desprendido de su vida, en aquel santo lugar por él
tan querido.
En tiempo siguió indiferente su
alocada carrera y se borró el recuerdo del fin del viejo prior. Una noche, en
que el viento silbaba haciendo crujir los viejos ventanales, y los habitantes
se recogían en sus casas ante el fuego hogareño; insistentemente se oyó,
mezclado entre la silbante canción del viento, el toque tenebroso, lastimero,
de la vieja campana tocando a oración. Su tañido infundía pavor. Parecía
resurgir de entre las retorcidas llamas del hogar, y prolongado en monótono eco
fantasmal se perdía en la oscuridad de las tinieblas de la noche.
El miedo creó alas a la fantasía.
Muchos jóvenes osados quisieron desentrañar el misterio de aquel toque que
atribuían a una pesada broma; más cuando una vez traspasado el umbral de la
carcomida puerta del convento, ésta se cerraba sola y con estrépito, percibiéndose
al mismo tiempo como un gran arrastrar de cadenas seguido de lastimeros y
quejumbrosos lamentos, y por encima de todo, la voz sepulcral, espeluznante,
inmaterial, de la enmohecida campana agitada por manos misteriosas e
invisibles.
En estas circunstancias llegó a
Cuenca el joven Sebastián, que con aire de fría indiferencia y ademanes
burlones escuchaba las manifestaciones de terror de los labios de los más
valerosos de sus amigos. Muchos de ellos invadidos de audacia juvenil, llegaron
hasta el pórtico de piedra que da entrada al recinto, pero ante los ruidos
misteriosos, presos de pánico, abandonaban la empresa. En su temor aseguraban
haber observado abrirse con siniestro chirrido la puerta del viejo convento,
apareciendo como un espectro el viejo prior, envuelto en su carcomido hábito,
rodeado de un sudario y despidiendo llamas por las cuencas vacías de sus ojos,
mientras una pesada cadena crujía y sonaba con espelúznate quejido amarrada a
uno de sus descarnados pies.
Sebastián creyó propicia la
ocasión para demostrar a sus amigos, entre chanzas y bromas, donde siempre
salía triunfante su hinchado orgullo y soberbia, que él era capaz de averiguar
y esclarecer aquel misterio.
Era una noche en que la Luna
iluminaba el patio del antiguo convento, jugueteando caprichosamente con las
sombras. Un silencio sepulcral rodea el lugar dándole un aspecto tétrico y
misterioso. Un débil susurro del viento hace crujir las hojas de los solitarios
chopos. Los murciélagos con vuelo monótono y cansado rozaban en sus complicados
laberintos de sus vuelos la Cruz solitaria y proyectaban sus fantasmales
siluetas, agigantadas por el reflejo de la Luna, sobre los muros ruinosos del
convento. La Cruz en tinieblas, proyectaba su sombra prolongada indefinidamente
en la rigidez de los muros.
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Cruz del diablo restaurada |
Allí estaba Sebastián, soberbio y
desafiante. Pero una sensación extraña se va apoderando del joven que contempla
extasiado el misterioso paisaje que descubre un pálido rayo de Luna. Un miedo
progresivo va paralizando su razón e intenta volver sobre sus pasos para contar
a sus camaradas, que en lo alto de la muralla lo esperan, que nada había
ocurrido. Pero el orgullo se lo impedía y temiendo exponerse a sus burlas, se
acerca lentamente hacia la verja del solitario patio. A través de sus mohosos
barrotes ve con terror manifiesto la fantástica silueta de la Cruz. Un
convulsivo estremecimiento recorre todo su cuerpo, mientras sus crispadas manos
se aferran a la puerta, que deja escapar un siniestro quejido. Una vez más
trata de huir fuera de sí, ya se dispone a hacerlo cuando sus pupilas
desorbitadas por el terror advierten la silueta de una mujer que se apoya
indiferente en la Cruz, que ilumina en aquel instante un rayo de Luna.
Batallas de diferentes pasiones
se sucedían en la inteligencia del joven Sebastián. Poco a poco se fue
disipando el terror que le tenía invadido y vio en la escena que se le
presentaba una de sus innumerables aventuras. La ocasión era magnífica; una
mujer bella, a tales horas de la noche… y que permanecía quieta a pesar de su
presencia y parecía hacerle señas para que se acercara… Por un momento se creyó sumido en el mundo de
pasiones en que habitualmente se encenagaba. Dueño de sí empuja lentamente la
verja que se abre chirriante
Con paso seguro de galanteador de
oficio, se acerca lentamente hacia la dama. Su hermosura fascina, su cuerpo
esbelto se recorta en voluptuosas insinuaciones sobre el pálido rayo que la
ilumina, sus ojos con dulce abandono lo miran encendiéndole el cuerpo de malas
pasiones.
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Tramo de la cruz original con la mano |
El deseo hace enloquecer a Sebastián,
que con palabras galantes y concupiscentes logra asirla de la cintura. Su boca
quiere besar aquellos labios rojos de su improvisada y misteriosa amante; pero
por un instante duda, algo le queda de cristiano que su mirada revela, aquella
lucha constante entre una pequeña llamarada de fe en su conciencia endurecida,
le hace ver el ultraje que comete besando a aquella mujer al lado de la Cruz. Humillado
por un momento su loco deseo baja los ojos al suelo cuando observa que los pies
de su amada eran de cabra. Un escalofrío asciende por su nuca, que paraliza el
movimiento de su cabeza, que al fin puede dirigir hacia el rostro de su víctima,
antes tan sumamente bella y fascinadora y que ahora es la misma faz de Lucifer
que lanza una carcajada espeluznante y triunfal.
El último impulso del muchacho
fue abrazarse a la Cruz al tiempo que con voz terrible agonizante exclama:
¡¡¡Perdóname, Dios mío!!!
Nadie volvió a ver al joven
Sebastián. Sólo quedó como testimonio de su terrible muerte, esta leyenda y su
mano grabada, en recuerdo de su crispada actitud para llamar la atención a
los futuros rondadores de corazón impuro.
José María Rodríguez González –
Profesor e investigador histórico
A la memoria de mi Abuelo:
Isidoro González (Sabino)
23 de abril de 2014