Después de la
fiesta universal de Todos los Santos, existe en la Iglesia desde San Odión de
Cluny este recuerdo particularizado para “los que nos precedieron con la señal
de la fe”, como dice la liturgia, y esperan en un misterioso ámbito, más allá
de esta vida, su purificación para entrar en el Reino de los Cielos.
¿Quién habrá
sido completamente fiel? Fundándose en una creencia de la que hay testimonios
en el Antiguo Testamento y que aparece en numerosos autores de los primeros
siglos, como San Agustín, Trento definió el dogma del Purgatorio como lugar de
expiación definitiva, último crisol de las almas.
Lo lamentable
es que la tradición cristina ha ido deformando el significado de esta
festividad, que se apoya en la comunión de los santos y que un momento de vida
eterna, para darle un aire morboso y hasta siniestro; para muchos, es el día de
los “muertos”, con un ritual de tristeza que se acompaña de ingenuas y
terroríficas imágenes de fuego.
Los fieles
difuntos, “nuestras amigas, las almas del Purgatorio” no se evocan entre las
brumas otoñales como un signo de muerte, sino de gozo por la segura, aunque
retardada, conquista de la eternidad con Dios. La muerte no abre las puertas de
la nada, sino de la plenitud de la vida, no hay otra visión posible desde la
fe.
Y más que en
un mar de llamas –el dogma nada obliga a creer acerca de eso- imaginamos un inmenso espacio de sombras,
ausente de la luz que ya se conoce con certeza y que se ansía. A tientas, en
esta oscuridad terrible y esperanzada, con una dolorosa impaciencia de Bien, el
ejército de la purificación es nuestro valedor, como nosotros pedimos ·que
brille pronto para ellos la luz de la eterna gloria”.
Publicado en Cuenca, 2 de
noviembre de 2019.
Por: José María Rodríguez
González. Profesor e investigador histórico.
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