Hoy 16 de mayo celebramos la festividad de dos Santos. San
Ubaldo y San Juan Nepomuceno.
San Ubaldo fue obispo de Gubio, muerto en esta ciudad en 1160.
Desde su juventud fue objeto de las predilecciones divinas. La Virgen le
inspiró muy pronto que consagrase a Dios su virginidad con voto. Fue primero
prior de la Catedral de San Mariano, distinguiéndose por su celo y energía en
la reforma del cabildo.
Fue elegido obispo de Perusa y
obtuvo de Honorio II, con lágrimas y ruegos, que no sancionase la elección. Más
tarde no pudo ya impedir la promoción a la sede de Gubio y hubo de aceptar por obediencia.
Como obispo se distinguió por su espíritu de oración, humildad y caridad. Paulo
V lo puso en el calendario de la Iglesia universal. La mitra de San Ubaldo se
conserva en Roma, en la iglesia de Santa Eudoxia.
Se dice que San Ubaldo impidió
que Federico Barbarroja saqueara a Gurbio cuando el emperador había destituido
a Spoleto en 1155. Murió después de una larga enfermedad de dos años. Numerosos
milagros se le atribuyen en su vida y después de muerto. El Papa Celestino III
lo canonizó en el año 1192.
El Misal Romano, en el apartado
para algunas iglesias particulares, tiene hoy Misa propia de San Juan
Nepomuceno, cuya biografía no podemos omitir por la importancia que tiene este
Santo mártir en la historia del sigilo sacramental.
San Juan Nepomuceno se llama así por la ciudad de Nepomuk, donde
nació, en Bohemia. Ordenado sacerdote, sobresalió en seguida por la santidad de
su vida y fuerza de su palabra. Fue nombrado predicador de la corte de
Wenceslao de Praga y canónigo de aquella sede metropolitana.
La historia de su ministerio
sacerdotal la resume el epitafio que se grabó en su tumba: ¡Aquí está enterrado
el muy venerable Juan Nepomuceno, doctor, canónigo de esta iglesia, confesor de
la reina, ilustre por sus milagros, el cual, por haber guardado el sigilo sacramental
fue cruelmente atormentado y arrojado desde el puente de Praga al río Moldava,
por orden de Wenceslao IV, en el año 1383.”
La emperatriz Juana, hija de Alberto
de Baviera y mujer de Wenceslao, le tomó efectivamente por confesor. La reina
era modelo de todas las virtudes cristianas y especialmente de modestia,
silencio y fidelidad conyugal. Wenceslao, a quien la historia ha denigrado con
los calificativos de perezoso y borracho, olvidado de los altos ejemplos de su
padre Carlos IV, se hizo un escéptico y materialista.
Todo le parecía fingido y hasta
la virtud de su mujer comenzó a dudar sin fundamento alguno. Una idea diabólica
cruzó por su apasionada imaginación: obligar al confesor que le descubriera las
faltas de que se acusaba en el Sacramento de la confesión. La pasión y la duda
acuciante fue creciendo; pero siempre se estrellaba contra la firmeza granítica
del Santo confesor, cuyo principio fue siempre el mismo: hay que servir a Dios
antes que a los hombres.
El rey impotente para arrancar el
secreto que pretendía, dio en el más disparatado y cruel de los planes. Mandó
encarcelar al Santo y torturarlo hasta que confesara. Sus huesos fueron
descoyuntados, los miembros, desgarrados. Por un momento obtuvo la reina la libertad
del confesor, que pudo curar de sus heridas.
Juan conocía que las pasiones no
se convierten ni retroceden. Dios le concedía una tregua para que consumase su
obra de predicador evangélico. “Mi fin se aproxima, dijo en la catedral de
Praga. Yo moriré. Sobre Bohemia descargará la tormenta y ¡ay de los que caigan en
manos de los falsos profetas!”
La ira del tirano se había concentrado.
Ya no esperó más. Mandó que Juan fuese arrojado durante la noche al río
Moldava. El Santo confesor moría en aras del sigilo sacramental.
Publicado en Cuenca 16 de mayo de 2019.
Por: José María Rodríguez González.
Profesor e investigador histórico.
No hay comentarios:
Publicar un comentario