Festividad de San Gil Abad. 1 de septiembre.
Una de las
parroquias que tuvo Cuenca en tiempos del Obispo D. Juan Cabeza de Vaca fue la
Parroquia de San Gil Abad (1403). Se cuenta que tuvo que ser renovada
enteramente en tiempo de D. José Florez Osorio (1738-1759). Poseía la iglesia,
crucero cúpula y capillas.
Sabemos sobre
la Parroquia pero no sabemos nada del insigne Titular, San Gil Abad. Su
festividad se celebra el 1 de septiembre y hoy intentaré hablaros de este Santo
que da nombre al barrio de Sal Gil de Cuenca.
San Gil era
natural de Atenas de familia ilustre. Era un chico despierto e hizo grandes
progresos en las letras humanas y mayores en la ciencia de los santos de la
religión.
Era tan
caritativo con los pobres que era capaz de desnudarse y dar sus vestidos a
quien los necesitara más que él. Era tan puro, modesto y mortificado que le
admiraba todo el pueblo y resonaban sus elogios en las escuelas de Atenas.
Sus padres
murieron cuando él era un jovencito y como único y universal heredero de un
opulento patrimonio, vendió sus bienes y distribuyó lo obtenido entre los
necesitados.
Dios le
concedió el don de milagros. Se cuenta que hallándose un día de fiesta en la
Iglesia, y atemorizados todos los
presentes de los aullidos que daba un energúmeno, dejando de decir la Santa
Misa, fue directo al susodicho, pues no podía permitir que el demonio turbase
la quietud del Templo, llegando a él le mandó imperiosamente en nombre de
Jesucristo que enmudeciese y dejase libre a aquel pobre hombre, al punto el
demonio salió del poseído.
En otra
ocasión hallándose un hombre en aras de la muerte por una mordedura de serpiente,
advirtió lo que le sucedía, le suplicaron que se compadeciese de aquel y
haciendo una breve oración al Señor quedó sanado. Desde entonces todo el mundo
en el pueblo le miraba con respeto, veneración y asombro.
Viendo que se
había extendido sus prodigios y no podía practicar la virtud de la humildad se
retiró y se vio obligado a embarcarse hacia Francia.
Apenas se
habían hecho a alta mar, cuando se levantó una gran tormenta. Hacía el navío
aguas por ambos costados; la tripulación de miedo no maniobraba
y ya las olas iban a tragarse el buque. Compadecido el Santo se puso en oración
y cesó la tempestad y se serenó el cielo tranquilizándose el mar. Después de
algunos días de feliz navegación, dieron fondo en las costas de Provenza.
Se enteró san
Gil que vivía aún San Cesario, arzobispo de Arlés a quien conocía por su
fama y resolvió ir en su busca para aprender de tan insigne prelado los caminos
más seguros de la perfección. San Cesario conoció la virtud y el mérito de San
Gil y estuvieron juntos dos años. Pero San Gil huía de ser conocido y sin
hablar palabra partió para Ródano secretamente y fue como enterrarse vivo en un espeso bosque. Encontró
a Veredin, santo ermitaño, anciano y de una gran virtud, calificada también con
el don de hacer milagros. Causó a Gil indecible consuelo la compañía de un varón tan
respetable y experimentado en la vida espiritual, a quien podía atribuir los
milagros que él hiciese, por haberse Dios dignado concederle el mismo don, más
no por eso dejaban de buscarlo los enfermos en su retiro para lograr la salud
por su poderosa intercesión.
Al llegar la
noticia a todos los pueblos del entorno, decidió adentrarse en el bosque y habiéndose
distanciado bastante de la ermita que habitaba descubrió una gruta natural
abierta en un horroroso peñasco, cerrada con zarzales e impenetrables cambroneras.
Lleno de gozo se hincó de rodillas y levantado al Cielo las manos y los ojos
rindió mil gracias a Dios por haberle concedido tan dulce retiro. Era un
terreno árido que apenas producía unas amargas raíces con que pudiera el santo
sustentarse; pero no había entrado en la gruta cuando por providencia divina
apareció junto a él una cierva, cargada de leche, presentándoles las ubres para
que extrajera de ellos el alimento; diligencia que repitió todos los días a la
misma hora.
Pasó pocos
años el santo en aquella soledad. El rey de Francia, Childeberto, ordeno una
batida de caza por aquel bosque que se juzgaba inhabitable y acosando los
cazadores a la cierva que alimentaba al santo, exhalada se refugió en la cueva
arrojándose a sus pies casi sin respiración, mientras la jauría de perros, que
ya la iba a dar alcance se paró inmóviles en la entrada, sin atreverse a entrar
en la gruta. Dispararon los cazadores algunas flechas, una de ellas hirió a San
Gil. Se informó al rey de lo ocurrido y pareciéndole una historia poco común lo
de la cierva quiso el rey verlo por sí mismo y acercándose al paraje pudo
comprobar cómo los perros se retenían de entrar. Desmontando el matorral
quedaron como atónitos cuando descubrieron al santo con la cierva a sus pies,
sin que los perros por las que los azuzaban pudiesen acercarse al sagrado de la
gruta, pero el rey con todo respeto entró y le preguntó su hombre, país y modo
de vivir en tan espantosa soledad. Prendado de sus respuestas y movido de su
heroica santidad, le ofreció ricos presentes, que él rehusó con modestia,
diciendo que de nada necesitaba, cuando la amorosa providencia del Señor había
cuidado de sustentarle por tan largo tiempo con la leche de aquel inocente
animal. Admirado Childeberto de tan eminente virtud no dejó pasar día sin ir a
tener con él un rato de piadosa conversación.
Le dijo el rey
que podría hacer para mejorar aquel sitio. Respondió el santo que podía fundar
allí mismo un monasterio donde se observara la misma estrecha regla que se
hacía en los monasterios de la Tabaida. Fundado el monasterio se llenó de excelentes
sujetos que ansiaban por vivir bajo la dirección del Santo, a quien se obligó a
encargarse de su gobierno.
Estando el rey
en Orleans y teniendo necesidad de los consejos del santo abad, le mando ir a
la corte. Ejecutó en el viaje tales milagros que hicieron famoso su nombre en
todo el reino de Francia, pero el más útil y ruidoso fue el de la conversión del
rey.
Su devoción le
llevó a Roma a visitar el sepulcro de los Apóstoles San Pedro y San Pablo. El
Papa, quiso verlo y lo recibió con agrado y veneración, regalándole dos estatua
de los mencionados apóstoles, como dice San Antonino, escritor de su vida,
entregó al Tíber y cuando llegó a su monasterio las halló a las puertas de él.
Después de
haber gobernado muchos años con tanto
éxito que fue seminario de santos, lleno de días merecimientos, murió
santamente el día primero de septiembre hacia el fin del sexto siglos. A la
fama de los milagros que obraba Dios en su sepulcro por su intercesión, acudió
tanta gente que se creó una ciudad en torno a su sepultura tomando el nombre
de San Gil.
Publicado en Cuenca, 1 de septiembre de 2019.
Por: José María Rodríguez González.
Profesor e investigador histórico.
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