Los estudios actuales
han desenmarañado una complicada madeja histórica que se había formado en torno
a la figura del simpático niño, San Plácido, discípulo del patriarca San
Benito. Hoy no cabe duda de que la Pasión de San Plácido es una piadosa leyenda,
obra del diácono Pedro de Monte Casino, que escribió en el siglo XII. El autor
ha confundido en ella a dos Santos del mismo nombre, de épocas muy distintas.
Identifica al Plácido, discípulo de San Benito y que vivió en el siglo VI, con
otro Plácido del siglo IV, a una con San Eutiquio y treinta compañeros más,
padeció el martirio en la persecución de Diocleciano, y cuya fiesta ponen los
antiguos Martirologios, entre otros el Jeronimiano, tal día como hoy 5 de
octubre.
Pedro
Casinense supone como cierto que San Plácido, el discípulo de San Benito, había
edificado un monasterio en Sicilia, donde fue sorprendido con sus compañeros de
hábito por los piratas sarracenos que venían de España y que le dieron bárbara
muerte.
Esta
desgraciada confusión halló crédito en los autores posteriores y cuando en
1588, se encontraron en la iglesia de San Juan de Mesina numerosos cuerpos de
mártires, se tomaron como las reliquias veneradas del discípulo de San Benito y
sus compañeros monjes, y Sixto V extendió entonces a toda la Iglesia su fiesta.
Siguiendo los libros litúrgicos más antiguos y los datos ciertos de la
historia, el Plácido mártir de hoy y sus compañeros, no es el discípulo de San
Benito, sino otro más antiguo, de quien no sabemos más que el hecho general de
su martirio, hecho suficiente para que nuestra devoción y respeto.
San Plácido,
discípulo de San Benito, era hijo del patriarca Tértulo, quien lo llevó a San
Benito, y lo consagró a Dios, como se manda la Regla benedictina. No poseemos d
eél mas datos que los que nos ha conservado la pluma de San Gregorio. De su
culto tenemos una tradición segura desde el siglo X, sobre todo en la gran
familia benedictina. Su nombre va regularmente unido a San Benito y San Mauro
en las letanías de los Santos, como fresco lirio de las perfumadas primicias de
la primavera benedictina.
Estando todavía
en Subiaco, se puso hacer oración San Benito, bajo el cielo estrellado, sobre
una de las peladas rocas en que tenía construido uno de sus doce monasterios.
Con la confianza de un Moisés o de un Eliseo, San Benito pidió a Dios que
hiciese brotar el agua en aquella roca. De rodillas junto a él tenía como testigo
a su compañero, el niño Plácido. La oración infantil de Plácido se entrelazó
con la del maestro y así juntas subieron al cielo y obtuvieron el milagro.
Nada más
sabemos de su vida que San Benito lo quería entrañablemente y en el año 529 le
acompañó en la fundación de Monte Casino.
Cuenca, 5 de
octubre de 2019.
José María Rodríguez
González. Profesor e investigador histórico.
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