Hay varios
relatos de diferentes Santas con este mismo nombre, una de ellas fue la emperatriz
de Constantinopla, la viuda de León VI, que colaboró con la organización del
séptimo concilio de Nicea, donde se estableció la canonicidad de la veneración
de los iconos, los santos, las reliquias y los restos de los santos.
Otra Santa
Irene fue una virgen que murió como mártir en alguna de las ciudades del imperio
Romano. No hay informes sobre esta santa mártir hasta el Menologio bizantino de
Basilio II, sobre el siglo X, que consiste en una abreviada obra sobre las
vidas de los santos del año completo, cuya historia relataré aquí.
En los breviarios
antiguos de Evora y Braga y en los monumentos conservados por los escritores
lusitanos, es célebre la memoria de Santa
Irene, virgen y mártir, cuya fiesta la Iglesia celebra el 20 de este mes
de octubre.
Según estos
documentos, residía con sus padres en un lugar llamado Navancia, a orillas del Tajo,
perteneciente al señorío de un ilustre magnate, allá por los años del rey
Recesvinto, en el siglo VII. El hijo del conde, por nombre Britaldo, se había
enamorado ciegamente de la belleza de Irene. Quiso conquistar la fortaleza
cristiana de su corazón, donde había puesto su trono el Rey de las vírgenes, el
Cordero Inmaculado, que se apacienta entre lirios y azucenas, de candor y
pureza celestial. Irene se había consagrado a Dios en un monasterio que dirigía
su tío, el abad Salio.
Mucho costó al
desgraciado Britaldo persuadirse de que peleaba en vano. Creía que por ser el
único heredero del conde Castinaldo, lo podía todo y se le debía todo. Al fin
se convenció de que Irene, mejor, la gracia de Cristo que habitaba en ella,
podía más. El amor se convirtió en odio y vino la venganza cruel. Avergonzado
de verse despreciado y vencido, concertó con un soldado que matase a la
inocente joven y la arrojase al río, mientras él huía de la ciudad, que le
resultaba una cárcel después de si derrota.
Se realizó el
diabólico plan con tan completo resultado, que el pueblo, al notar la falta de
Irene y de Britaldo, con general escándalo, pensó en una fuga amorosa. Así se
denigraba la honra de una mártir virgen y se sepultaba en las ondas del Tajo la
noticia de un doble crimen: Britaldo había quitado la vida a Irene y había
echado sobre su honor, más estimable que la misma vida.
Pero, al decir
los biógrafos, no permitió Dios por mucho tiempo tal deshonor para la mártir de
la pureza, y dio pronto público testimonio de su virtud y valentía. El Abad
Selio tuvo revelaciones secretas del martirio y ordenó que fuese recogido el
cadáver con honores de mártir, en presencia de todo el pueblo. Divulgó el santo
abad la noticia, y rodeado de sus monjes, acompañado de inmenso y curioso
gentío, se encaminó por la ribera del Tajo al lugar que le había sido revelado.
Todos pudieron admirar el celestial prodigio; el caudaloso río había replegado
sus aguas hacia la orilla opuesta, dejando un espacio seco, donde, sobre un
suntuoso sepulcro, fabricado por manos de ángeles, guardianes de los niños
inocentes, yacía el cuerpo virginal de Irene, con la herida del puñal y la
sangre fresca.
Desde entonces
aquel lugar se hizo célebre y olvidado el nombre antiguo de Scalvis, comenzaron
a llamarle Santa Irene, de donde nació, por usual abreviatura, la palabra que
hoy lleva de Santarem.
Nuestro
cronista Ambrosio de Morales refiere así el suceso: “Por esto, y para mayor
gloria de Dios y muy extrema honra de esta Santa, con mucha razón se comenzó a
perder el nombre de Scalvis y nombrarse Santa Irene, que un poco abreviado,
ahora vulgarmente dicen Santarem. Así le quedó a la bienaventurada virgen una
gran ciudad por epitafio y todo el río Tajo por templo de su celestial sepulcro”.
“¿Qué gloria
mayor, podemos exclamar con San Agustín, que estas mujeres, a las cuales aún
los hombres más fácilmente admiran que imitan?”.
Cuenca, 20 de
octubre de 2019.
José María Rodríguez
González. Profesor e investigador histórico.
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