La Iglesia griega distingue la
mujer pecadora que unge los pies en casa de Simón el leproso, cuya fiesta
celebra el 31 de marzo, de María de Betania (18 de marzo) y de María Magdalena
(22 de julio). La Iglesia de occidente, no celebra más que una fiesta, la de
hoy, tomando los textos del oficio y de la misa de los tres pasos evangélicos.
En nuestra liturgia, María Magdalena es la pecadora de Naim y la hermana de
Marta y Lázaro.
La identidad o distinción de
estas tres mujeres es un problema discutido ya desde muy antiguo. Estudios
recientes muestran que no existe una tradición unánime y constante sobre estos
particulares, aunque a juzgar por los Evangelios, los autores modernos se inclinan más a poner dos o tres mujeres
distintas, cuya nota común es el amor por Jesús. La vida de Santa María
Magdalena la podemos reconstruir con algunos datos del Talmud y sobre todo de
los Evangelios.
Hermana de Marta y Lázaro, sus
padres debieron ser muy conocidos e influyentes en Jerusalén, pues con ocasión
de la muerte de Lázaro vinieron muchos judíos para dar el pésame a las dos
hermanas. Desgraciadamente sus padres murieron pronto, y María, hermosa, rica,
joven y sin control, se torció, apartándose del camino recto que seguían las
buenas hijas de Israel. La leyenda del Talmud nos dice que se casó con un
doctor de la Ley muy dominante y déspota. María se rebeló contra su tiranía y
se fugó con un oficial romano, que le puso una magnífica casa en Magdala, en la
ribera occidental del lago de Galilea.
La vida mundana y libre de María
se hizo pública en toda Galilea como dice San Lucas. No sabemos cómo que
conoció a Jesús en aquellos años de su ministerio por el lago y pueblecitos de
Galilea.
La conversión de María Magdalena
es modelo de conversiones. Pecó mucho, pero amó también mucho. Sobre las
cenizas de cuanto había amado primero en su desvariada juventud, se alzó
pujante el amor a Jesús. La escena que nos describe San Lucas es altamente
aleccionadora y honrosa para María. No tiene temor humano alguno. No le importa
el desprecio y la habladuría de los hombres. María no se guía nunca por la
razón fría y calculadora, sino por el corazón entusiasta de Cristo.
Entra en la sala del banquete
donde está Jesús, se echar a sus pies, los coge con cariño, los riega con sus
lágrimas, los enjuga con sus cabellos, los perfuma y los besa (Lc. 7, 36-50).
Todo cuanto antes había puesto al servicio del mundo y del pecado, ahora lo
pone a los pies de su Dios y de su
Señor. Ha muerto el amor propio y el del mundo y sobre estas ruinas se alza
fecundo y valiente el amor de Dios. Es la verdadera conversión: el cambio del
corazón.
María, desde qe ha conocido y
empezado a amar a Jesús, no lo dejará jamás, ni en vida ni en muerte.
Regenerada y ennoblecida puede entrar en su casa de Betania. Sus hermanos la
reciben como se recibe a la oveja que se había perdido y vuelve de nuevo al
redil paterno. Así entra María en la casa tranquila y alegre de Betania, a una hora de camino de
Jerusalén, y con María entra también Jesús, porque son dos corazones que ya no
se pueden separar. María debió contar a Marta y a Lázaro la historia de su
conversión y el papel tan decisivo que había desempañado el Profeta de Nazaret.
Cuenca, 22 de julio de 2019.
José María Rodríguez González.
Profesor e investigador histórico.
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