Es un drama que relatan
escuetamente, sin comentarios, dos evangelistas, Marcos y Mateo, y del que el
historiador Flavio Josefo trata también. El lugar parece haber sido la
fortaleza de Maqueronte, al este del mar Muerto, hoy convertido en un montón de
ruinas.
El tetrarca Herodes había encarcelado
a Juan el Bautista porque éste le reprochaba que viviese con Herodías, la mujer
de su hermano Filipo, pero no le había hecho matar quizá temiendo la reacción
de sus súbditos, que le tenían por profeta. De las palabras de San Marcos se
deduce que a veces conversaba con él entre sentimientos más bien confusos y
contradictorios: “Cuando le escuchaba quedaba desconcertado, pero le gustaba escucharle”.
Hasta que llega la gran escena
que la literatura, las artes plásticas y la música se han complacido en adornar,
trenzando estéticamente un manojo de pasiones: miedo, rencor, venganza, lujuria
(Juan está en el centro de este torbellino, pero sólo como un eco que no calla,
encadenado en una mazmorra, pero obsesionando a todos).
En el cumpleaños del tetrarca, su
sobrina Salomé danza para él, y entusiasmado, Herodes jura darle lo que le
pida.
Herodías hace que su hija pida la
cabeza de Juan en una bandeja de plata, y el verdugo no tarda en presentar el
trofeo, aún sangrante. Una antigua tradición hace que Herodías atraviese la
lengua del profeta muerto con un alfiler de oro que adorna su vestido. El
cuerpo del Bautista es arrojado a un barranco de donde lo recogen sus discípulos
para darle sepultura, y la fiesta sigue, Herodes, Herodías y la joven Salomé
siguen sus vidas; Juan, una vez cumplida su misión de anunciar a Cristo,
desaparece de este episodio lleno de horrible vistosidad en el que el poder y
el placer se quitan súbitamente la máscara consiguiendo un simulacro de triunfo
que también utiliza a su modo la Providencia.
El Bautista con esto daba el
último paso en su carrera gloriosa de Precursor, ya que en todo iba delante de
Jesús. Ahora se le adelantaba muriendo por la verdad y por la luz. Mientras él
moría coronado de gloria, se cernía el azote de la justicia divina sobre su
verdugo. Muy pronto sería Herodes desterrado al sur de Francia por Calígula; al
destierro le seguiría en un último asalto de orgullo su cómplice Herodías, para
eclipsarse en las sombras eternas de la muerte y de la ignominia. Este es el
resultado final de las víctimas de la pasión.
Cuenca, 29 de agosto de 2019.
José María Rodríguez González.
Profesor e investigador histórico.