San Cayetano, manso y humilde
hasta alcanzar de Dios que se cuerpo no fuese conocido de nadie después de
muerto, es una de las figuras más representativas de la reforma católica en el
siglo XVI.
Nació en 1480 en Vicencia, de
noble y rica familia. Hizo sus estudios de Derecho civil y canónigo en Padua,
donde su figura joven parecía envuelta en las inefables dulzuras de la unción religiosa.
Era una naturaleza orientada hacia la vida interior, sumamente blanda,
condescendiente, recogida y silenciosa. Vivía en un pleno abandono en la
Providencia Divina. Por humildad difirió su ordenación sacerdotal hasta los
cuarenta años, y sólo después de varias horas de oración y lágrimas se atrevía
a ofrecer el Santo Sacrificio, “en el cual, según expresión suya, él, mezquino
gusanillo de la tierra, polvo y ceniza, se presentaba como en las alturas del
cielo ante la Santísima Trinidad para tocar con sus manos la luz del Sol y al
Creador de todo el Universo”. Diariamente se purificaba de sus faltas en la
confesión sacramental.
El ideal de su vida era reformar
la sociedad cristiana en silencio, sin ruido, sin que nadie se enterase de su
paso por el mundo. Muertos sus padres, heredó una cuantiosa fortuna, que
distribuyó muy pronto entre los pobres y en diversas obras piadosas. Como todos
los grandes apóstoles de aquella época, se sintió atraído hacia la Ciudad
Eterna. Julio II, conocedor de su virtud y méritos, lo hizo protonotario y le dio
una capellanía. Fue como encerrarle en una jaula de oro. Apenas murió el Papa,
renunció a sus cargos y dignidades para volar libremente y llevar por todas
partes la verdad del Evangelio.
Sus ansias de celo y perfección
le hicieron que se inscribiese primero en la Orden del Amor Divino, fervorosa
Congregación de Roma, establecida en la
iglesia de San Silvestre. Vuelto a Vicencia, se apuntó en la Congregación de
San Jerónimo, parecida a la del Amor Divino. De Vicencia se trasladó, por
consejo de su director espiritual, a Venecia. Vivía en el hospital y repartía
el tiempo entre la asistencia a los enfermos y la predicación de las Sagradas
Escrituras.
El espíritu mundano que reinaba
en torno suyo le llenaba de amargura: “¡Qué lástima me da esta hermosa ciudad!”,
escribía desde Venecia en el año 1523. “Dan ganas de llorar sobre ella. En
realidad, no hay aquí nadie que busque a Jesucristo crucificado. Jesús espera y
nadie acude. No faltan, en verdad, personas honradas y de buena voluntad; pero
todas ellas permanecen en sus casas, por miedo a los judíos, y se avergüenzan
de la confesión y de la comunión:
De Venecia pasó por segunda vez a
Roma. Traba íntima amistad con Pedro Carafa, obispo de Chieti y gran entusiasta
de la reforma católica. De sus santas conversiones salió la fundación de la
Orden de Clérigos Regulares, conocida vulgarmente con el nombre de teatinos,
confundidos algún tiempo con los padres de la entonces incipiente Compañía de
Jesús.
En el año 1524 abrían la primera
casa en Roma, renunciaban cuanto poseían y se confiaban plenamente en brazos de
la Providencia Divina, que cuida de las aves del aire de los peces del mar.
“Vio a Cristo pobre, escribía San
Cayetano, y a mí mismo rico; a Cristo despreciado y a mí honrado. Deseo, pues,
aproximarme a El un paso más y para eos, dejar las cosas temporales que todavía
poseo”.
Durante los tres primeros años
fue superior general Pedro Carafa, que muy pronto fue elevado al Sumo
Pontificado con el nombre de Paulo IV, y entonces le sucedió en el gobierno de
la Orden San Cayetano. Las casas de los religiosos se multiplicaron
prodigiosamente por Venecia, Florencia, Milán y Nápoles.
En su dirección espiritual San
Cayetano aconsejaba especialmente la frecuente comunión, no para transformar a
Cristo en nosotros, sino para transformarnos nosotros en El. “los placeres del
mundo, decía con frecuencia, no son más que espejismos del demonio. Lejos de
alimentar el alma, la inflan y exacerban. Sólo de Dios puede venir el deleite
que sacia el corazón”.
A un conde que se irritaba por
los descuidos de su servidumbre, le escribía: “¿Obedecéis a Dios con tanta
prontitud, como a vos obedecen los hombres?”.
Escribiendo a una sobrina suya,
comparaba bellamente al que se olvida del cielo con el viajero que, llegando a
la posada, pasa la noche en orgía y vencido por el vino, pierde el camino de la
patria.
La muerte le sorprendió en
Nápoles el mes de agosto del año 1547. Contaba 67 años de edad. Fue una muerte
edificante y gloriosa, como había sido toda su vida. Se negó a descansar en el
colchón que le habían preparado diciendo: “Mi Salvador expiró en una Cruz.
Bueno será que yo muera sobre ceniza”. Y ésta fue su última cama.
Cuenca, 7 de agosto de 2019.
José María Rodríguez González.
Profesor e investigador histórico.
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