Un rey que casi no parece de
verdad, demasiado bueno y ejemplar para no ser una invención fabulosa. En
realidad San Luis es en efecto un personaje literario, el protagonista de la
crónica de su amigo y compañero de armas, el señor de Joinville, sólo que,
contra todas las apariencias, no es ficticio sino que fue de carne y hueso.
Luis IX, hijo de Blanca de
Castilla –y en consecuencia primo de San Fernando-, quedó huérfano de padre a
los doce años, y tras la regencia materna, en 1234 ciñó la corona de Francia.
Casó con Margarita de Provenza y tuvo once hijos.
Rey, como se ha dicho, ideal,
justiciero, caritativo, generoso vencedor de los ingleses, con quienes firmó un
magnífico tratado de paz, y piadosísimo hasta el punto de hacerse terciario
franciscano. Se me reprocha, dijo, dedicar tanto tiempo a la oración, pero no
se murmuraría si empleara aún más tiempo en el juego la caza.
Francia y su monarquía le
eligieron como patrón, y en cuadros, grabados y estatuas le vemos rígido y
envarado sin aquella conmovida humanidad que tan bien supo transmitirnos en su
prosa Joinville. En la lejanía de la historia tiene un aire irreal por
excesivamente bueno, pero para corregir esta impresión su vida concluye con una
doble e intensa nota de fracaso.
Decidido a consagrare a la más alta
de las empresas que podía concebir la Edad Media, en 1248 (tal vez a destiempo,
demasiado tarde) se hace cruzado, y en la batalla de Mansurah conoce la derrota
y cae prisionero de los infieles. En 1270 vuelve a intentar lo que será la
última de las cruzadas, y en Túnez él y
la flor de su ejército mueren de la peste.
Su cuerpo fue trasladado primero
a Sicilia y Francia, donde se le enterró en el panteón real de San Dionisio de
París. Fue canonizado por Bonifacio VIII el año 1297.
Cuenca, 19 de agosto de 2019.
José María Rodríguez González. Profesor e investigador histórico.
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