En la oración
de la Misa de esta Santa ruega así la Iglesia de Toledo: “Señor, os pedimos que
seamos ayudados por los méritos y ruegos de la bienaventurada Leocadia, vuestra
virgen y mártir, para que nos veamos libres de la cárcel eterna, por el
patrocinio de la que por confesar vuestro nombre, sufrió la cárcel y la muerte”.
Y con
más concesión decía la antigua liturgia española: “Fue interrogada, confesó, la
atormentaron y Dios le dio la corona”. En esto se condensa todo lo que sabemos
del martirio de esta virgen toledana, tan honrada de la Iglesia visigoda:
Había nacido
en Toledo de padres nobles y cristianos. En los círculos paganos de la ciudad
era muy conocida, pues apenas llegó Daciano con órdenes de acabar con los
cristianos, le dieron en seguida el nombre de Leocadia. Le ponderaron su
nobleza, su hermosura y su juventud, pero sobre todo su fervor religioso. El
tirano lo hizo compadecer en su presencia, seguro de que renegaría de la fe por
los halagos y promesas o por las amenazas y tormentos.
La religión
cristiana era de gente pobre, de esclavos y plebeyos, ¿Cómo una joven rica y
noble podía pertenecer a ella? Así arguyó Daciano a Leocadia. Más ella le
contestó que toda su gloria se cifraba en adorar a Cristo, y que por nada
dejaría su fe. Estaba dispuesta a morir como su Maestro. De esta resolución nadie
la apartaría en el mundo.
El tormento
era la respuesta común de los tiranos y nuestra Santa fue sometida a los
azotes. Chorreaba sangre todo su cuerpo y su pudor virginal se cubría de una
túnica morada y roja, mientras su rostro se iluminaba por un júbilo y paz
celestial. Más fuerte que las varas y los golpes era su fe, pues siguió confesando su creencia cristiana.
La retiraron y
encerraron en un calabozo para que curase de las heridas y estuviese preparada
para nuevas torturas. Lloraban los cristianos al ver aquel cuerpo inocente
destrozado por los látigos, surcado de cardenales, abierto por las heridas y
deformado por el furor y la fuerza de las varas. La mártir se consolaba, porque
sus heridas eran otras tantas puertas abiertas para que por ella saliese más presta
su alma.
En la cárcel
supo de la muerte dolorosa de Eulalia de Mérida; con sus uñas hizo una cruz en
la pared y allí, abrasada en encendido amor de Cristo, expiró el 9 de diciembre
del año 304. Las rosas de la sangre con los lirios blancos de la virginidad
velaron su cuerpo sagrado.
Los cristianos
toledanos le dedicaron muy pronto tres templos: uno, en la casa donde había
nacido; otro donde estuvo presa y el tercero, en el lugar de su sepultura. El
último fue célebre iglesia de Santa Leocadia, teatro de los grandes Concilios
de Toledo.
Dios la honró
después con múltiples milagros, pregoneros de su gloria y santidad. El más
célebre tuvo lugar en su misma tumba. Oraban ante ella dos personajes más
influyentes entonces de Toledo: su arzobispo y su rey, San Ildefonso y
Recesvinto. De repente se levanto la losa que cubría el cuerpo de la santa y
apareció vestida de amplio manto inmortal Santa Leocadia, para felicitar y alentar al
gran devoto de la Madre de Dios y defensor infatigable de su virginidad. La
tradición añade que el Santo, con el puñal que se ceñía el rey, cortó una punta
del manto de Santa Leocadia, preciosa reliquia que hoy muestran en el sagrario
de la Iglesia de Toledo.
Aparición de Santa Leocadia |
Es patrona de la Ciudad de Toledo.
Cuenca, 9 de
diciembre de 2019.
José María Rodríguez
González. Profesor e investigador histórico.
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