Cuento popular de Escocia.
Según afirmaban los habitantes de Escocia, su
patria era el país ideal para que los genios, las hadas y los duendes viviesen
ocultos a los ojos de los mortales; sus numerosas colinas ondulantes, sus
valles en que crecían unos helechos más altos que los hombres y la densa niebla
que cubría toda la tierra, hacía que fuesen muy poco los seres humanos que
hubieran visto alguna de aquellas fantásticas criaturas.
Pues bien; nuestra historia transcurre en aquel
ambiente mágico, en un lugar muy frecuentado por duendes, hadas y genios.
En un pueblecito de las montañas de Escocia vivía
con su tierno hijito de pocos meses una joven viuda llamada Estela. La joven
madre carecía de bienes y era muy pobre, teniendo que afanarse todo el día para
procurarse alimentos.
Y sucedió que un día fue al bosque en busca de leña
para venderla después a sus vecinos. Estela abrigó muy bien a su hijito y lo
acostó en una camita que hizo de helechos al pie de un nogal que había a la
entrada del bosque, adentrándose para recoger ramas secas.
Poco después, acertaron a pasar por allí dos hadas
que descubrieron al niño, quedando subyugadas por su delicada belleza.
-¡Mira, hermana!-dijo una de ellas-. Parece que los
mortales han dejado abandonado a este niño tan encantador.
-Entonces nos pertenece –añadió la otra hada-:
llevémoslo a nuestra morada. Y tomándolo en brazos, se alejaron con sus pasos
silenciosos de aquel lugar.
Cuando volvió Estela y no encontró a su hijo donde
le había dejado, creyó morir de dolor y lo buscó hora tras hora por todos los
rincones hasta que se hizo de noche.
Luego, volvió llorando al pueblo y contó a los
vecinos cómo había perdido a su niño.
Estela era muy apreciada en el lugar y muchos
hombres y mujeres se unieron a ella para seguir buscando. Provistos de
antorchas, recorrieron el bosque hasta los rincones más apartados, sin
encontrar al niño. Volvieron al día siguiente, pero su búsqueda resultó también
infructuosa, por lo cual perdieron toda esperanza de hallarlo.
Sólo Estela estaba decidida a continuar buscando a
su hijo hasta el fin del mundo.
Después de dar las gracias a sus vecinos, Estela
salió del pueblo y buscó y preguntó en todos los lugares cercanos; pero nadie
había visto ni oído nada.
Varios días después, llegó a un campamento de
gitanos y les preguntó por su niño llena de esperanza.
-No, no hemos visto a tu hijo –dijo el jefe de la caravana-. Pero
tal vez pueda darte alguna noticia sobre tu hijo la sabia Ágata, que posee toda
la ciencia del mundo. Si quieres consultarla, puedes venir con nosotros, pues
nos dirigimos al campamento del Norte en que habita la sapientísima Ágata.
Estela aceptó y caminó muchos días con aquella
caravana al campamento de Ágata.
Ágata era una anciana encorvada y arrugada, pero
con una inefable expresión de bondad en su cara y en sus palabras. Estaba
calentándose junto a una hoguera y allí escuchó las angustias de la dolorida
Estela.
-Buena mujer –dijo
Ágata después de meditar algún tiempo-: es mejor que desistas de seguir
buscando a tu hijo. Te lo han robado unas hadas y lo han llevado a la morada de
sus esposos, los genios. Serán inútiles tus esfuerzos, pues nadie que logre
introducirse en su morada podrá salir con vida.
-¡Por grandes que sean los peligros, jamás dejaré
de buscar a mi hijo! –Exclamó con entereza Estela-. Sé que los genios son muy
poderosos; pero ¿no podría usted ayudarme?
La ancuana Ágata no contestó a la pregunta de la
joven. Meditó largamente fijando su mirada en las ondulantes llamas de la
hoguera y, como hablando consigo misma, dijo: -Los genios van a celebrar una
reunión en su morada para elegir el nuevo rey que ha de gobernarlos durante
cien años… ¡Ya sé lo que has de hacer! Escúchame, joven madre: te diré algo que
pocos mortales saben; los genios, a pesar de todo su poder, nada saben hacer
por sí mismos: todo lo que tiene, lo piden o lo roban. Además, son tan
vanidosos, que lo que más desean son los objetos raros y bellos. Si consigues
algo que no se parezca a nada de lo que existe, podrás tratar con ellos y recobrar
a tu hijo.
-¡0H, sabia mujer! –Suplicó Estela-. Dime: ¿Dónde
puedo conseguir tales objetos raros y preciosos? Y, después de tenerlos, ¿cómo
podré penetrar en la morada de los genios? –Sólo tú puedes conseguir tales
objetos y has de obtenerlos con tu solo esfuerzo: solamente así podrás penetrar
sin peligro en la morada de los genios. Yo, únicamente puedo ayudarte
protegiéndote de todos los elementos que pudieran destruirte.
Y, poniendo sus manos sobre la cabeza de la joven,
la ancuana Ágata la bendijo invocando un sortilegio que la preservaría de todos
los poderes de la tierra, del agua y del fuego mientras buscara a su hijo.
Estela dio las gracias a la anciana y marchó del
campamento gitano. Iba meditando que necesitaba, por lo menos, dos objetos
extraordinarios: uno, para entrar en la morada de los genios; y el segundo,
para presentarse ante el rey y pedirle que le devolviera a su hijo. Pero
¿cuáles podrían ser aquellos tan raros y maravillosos que despertaran la
ambición de los genios?
Recordó Estela que las dos cosas más bellas y raras
de las que había oído hablar a la gente eran un arpa de marfil con cuerdas de
oro y una blanca capa de plumas de gaviota.
-Pero, ¿cómo podré hacerlas yo sola? –pensaba,
desanimada, la pobre madre. Entonces se acordó de su hijo querido y se sintió
llena de decisión y fortaleza.
Se encaminó a la costa del mar, donde las gaviotas
construían sus nidos; allí podría encontrar el blanco y suave plumaje que se
iba desprendiendo del pecho de las aves.
Sin pensar en los peligros que corría de caer por
aquellas rocas escarpadas, y del furioso oleaje que batía los acantilados,
Estela comenzó su afanosa búsqueda de las plumas para su capa.
A cada paso que daba, la valerosa madre arriesgaba
su vida; pero a Estala nada le importaba, sólo pensaba que pronto podría
recuperar a su hijito.
Por fortuna, el sortilegio de la anciana Ágata le
protegía y ni las puntiagudas rocas lastimaban sus manos ni las olas poderosas
lograban derribarla; ni siquiera sintió fatiga en su durísima faena.
Cuando tuvo reunido todo el plumaje que necesitaba,
se puso a trabajar en la confección de la capa; la cual, una vez terminada, era
blanca y suave como una nube. Después, bordó con sus dorados cabellos una ancha
orla de hojas y flores, con lo cual la capa quedó realmente magnífica y
elegantísima.
Estela ocultó la preciosa capa en un lugar seguro y
luego bajó a la playa, donde encontró gran número de huesos de animales
marinos, que las aguas habían ido torneando y que a los rayos del sol brillaban
como pulido marfil.
Trabajó pacientemente aquellos huesos, uniéndolos
después con gran arte hasta darles la forma de un arpa, en la que puso las
cuerdas, hechas con sus cabellos dorados. Tensó bien las cuerdas y tocó una
música delicadísima; la ilusionada melodía de una madre que esperaba reunirse
pronto con el hijo que le habían robado.
Aquello animó a Estela, que, con el arpa bajo el
brazo y la capa sobre sus hombros, emprendió el viaje a la morada de los
genios.
Hubo de caminar durante varios días y varias noches
por amplias carreteras y tortuosos caminos, hasta que, por fin, llegó al lugar
que Ágata le había indicado.
Hubo de esperar bastante tiempo a la entrada de la
morada de los genios. Al cabo, los genios y las hadas fueron llegando formando
pequeños grupos; todos eran de elevada estatura y se asemejaban muchísimo.
Estela pensó que tenían un gran parecido con los
seres humanos; únicamente se diferenciaban en sus orejas, enormes y puntiagudas
en su parte superior, y en sus ojos alargados en forma de almendra.
Llegó después una gran multitud de duendecillos,
que eran graciosos enanitos de ojos rasgados y enormes orejotas.
Pero lo que más llamó la atención de la joven madre
fue un hada que se había rezagado. Rápidamente, Estela se puso ante el hada de
modo que ésta pudiera admirar la hermosa capa en todo su esplendor.
El hada, que era esposa de uno de los genios, no
pudo reprimir un primer impulso de desagrado al ver a Estela.
-¿Qué está haciendo en este lugar una persona
mortal y vulgar como tú? –dijo. Pero en seguida fijó su atención en aquella
capa maravillosa: ¡ninguna de las hadas lució jamás algo tan bello y delicado!
Estela vio que los ojillos almendrados del hada
lucían con extraño fulgor: era evidente que sentía gran envidia y un gran deseo
de poseer la blanca capa.
-¿Qué deseas a cambio de esa capa? –Preguntó
el hada con ansiedad-. Si dejas tu capa
en el suelo, tendrás tanto oro como se preciso para cubrirla por completo.
-La capa no está en venta y no te la daría a cambio
de todo el oro del mundo .replicó Estela- sin embargo, tiene un precio.
-Cualquiera que sea su precio, yo te lo pagaré
–afirmó el hada, cada vez más entusiasmada por aquella sin igual.
-Para poseerla –propuso Estela-, no tendrás que
darme oro ni joyas: únicamente tendrás que introducirme en vuestra morada.
-¡Dámela entonces! –exclamó el hada. Pero Estela sabía que no debía confiar en
las promesas de aquellos seres, que eran muy aficionados a la mentira y al
engaño.
-Sólo te daré la capa cuando me hayas llevado a
vuestra morada; antes no.
Llena de impaciencia y ansiedad, el hada tomó Estela de la mano y ambas subieron por un
sendero apenas visible que conducía a las entradas de las Moradas de los
genios. Estela penetró en la morada con la ayuda del hada y le entregó su capa.
Después, abriéndose paso entre los grupos de hadas
curiosas y duendes asombrados, se dirigió directamente hasta el tono en que se
sentaba el nuevo Rey de los genios.
-¡Qué nos trae, mortal? –preguntó el Rey de los
genios al ver el arpa de Estela.
-Un arpa como no hay otra en todo el mundo
–contestó la joven madre.
Y, diciendo esto, comenzó a pulsar delicadamente
las cuerdas de oro, produciendo unos sonidos tan agradables y unas melodías tan
bellas, que todos los reunidos quedaron admirados.
-¡Qué deseas a cambio de tu arpa? –preguntó al Rey
de los genios con fingida indiferencia cuando Estela terminó su melodía.
-Tengo mucho cariño a mi arpa –respondió Estela-;
la hice con mis propias manos y sus cuerdas están hechas de mis cabellos. Y
vosotros habéis podido apreciar que no hay en el mundo un arpa igual a la mía.
-No estoy muy seguro de que tu arpa sea tan
maravillosa como dices – dijo el Rey de los genios.
Estela pensó que el Rey de los genios era muy
astuto y era preciso emplear con él mucho más ingenio y habilidad. Así, pues,
fingió que no le interesaba seguir negociando.
-En realidad –dijo-, no tengo ningún interés en
venderos mi arpa. Y se dirigió a la salida. Creyendo que marchaba, el Rey de
los genios gritó: --¡Pídeme lo que quieras por tu arpa!
La joven madre dijo entonces: -¡Devolvedme el hijo que me habéis robado:
sólo así os daré mi arpa!
Pero el Rey de los genios parecía dispuesto a dar
cualquier cosa antes de devolver su hijo a Estela; y ordenó a unos duendes que
trajeran un gran saco de oro.
-No me interesa vuestro oro –replicó firmemente
Estela-: sólo quiero a mi hijo.
Viendo que no tenía otro remedio, el Rey de los
genios hizo que le trajeran al niño y , guardándolo en sus brazos, dijo a
Estela:
-Dame el arpa y te daré a tu hijo.
-De ningún modo –exigió Estela-: primero,
devuélveme mi hijo y luego te daré el arpa.
Y, hasta que no tuvo al niño en sus brazos, Estela
no le entregó el arpa.
Rey de los genios comenzó a tocar y era tan
maravillosa la música que brotaba del instrumento, que los demás genios, las
hadas y los duendes la escucharon embobados y boquiabiertos. ¡Y Estela pudo
salir de aquella morada sin que nadie se diera cuenta de su partida!
Estela volvió a su pueblo llevando en brazos a su
querido hijo, recibiendo felicitaciones y enhorabuenas.
La joven madre se sentía la mujer más feliz de la
tierra; sabia que tendría que seguir viviendo pobremente, pero nada le
importaba haber renunciado a las riquezas que la había ofrecido el Rey de los
genios: para ella, como para todas las madres, su hijo valñia infinitamente más
que todos los tesoros del universo.
Cuenca, 23 de mayo de 2020.
José María Rodríguez González. Profesor e
investigador histórico.
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FUENTES CONSULTADAS:
-Nuestros cuentos. Publicaciones FHER. Bilbao.1987.
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