Cuentos populares del mundo.
En un pequeño lugar de la vieja Inglaterra, en el
condado de Suffolk, vivían Freddy Perkins y su esposa Molly, un laborioso matrimonio
de granjeros que poseían una linda casita rodeada de una pequeña granja.
Molly se dedicaba a las labores de la casa,
mientras su esposo trabajaba la tierra o atendía a los animales.
Los dos esposos eran muy apreciados por sus vecinos
porque eran tan honrados como serviciales. Pero tenían un defecto, con
frecuencia, y por la causa más mínima, los Perkins se dedicaban a criticarse
mutuamente, enredándose en largas y agrias discusiones.
-Freddy –decía un día Molly-: deberías dejar de
fumar en tu pipa. Aparte de que tendríamos algunos ahorros más, la sala y los
pasillos no estarían sucios de ceniza. -¡Ah, sí! –respondía Freddu¡y con
ironía-. Ya veo que te gustaría gobernarme como hiciste con tu primer marido,
el zapatero Peter.
-Has de saber que Peter era mucho más amable que tú
y me confiaba sus ahorros. ¡No como tú, que siempre llevas el dinero en tu
bolsillo por miedo a que yo lo pierda!
-¡Ah, querida: es que yo soy más listo que tu
inolvidable zapatero! Si no te dejo mis ahorros, es porque he descubierto que
eres tonta. Además, te diré que estás cargada de defectos: te pasas la mitad del
día fisgando por la ventana parloteando con las vecinas.
-¿Cómo? Y ¿quién limpia la casa y te arregla la
ropa y te prepara la comida que tanto te gusta? ¿No irás a decir que tampoco sé
cocinar, eh? Lo que ocurre es que, cuando quieres, sólo ves mis defectos: ¡y tú
también los tienes… y muy grandes!
El problema parecía no tener solución, como si los
Perkins pudiesen disfrutar de paz y de alegría en su hogar; las discusiones
eran cada vez más desagradables y más fuertes los gritos de los dos esposos.
Hasta que un día ocurrió algo muy singular. Freddy Perkins hubo de viajar a la
vecina ciudad por sus negocios y, antes de partir, entregó a su esposa las diez
guineas de oro que constituían todos sus ahorros.
Cuando Molly vio que su esposo desaparecía tras una
vuelta del camino, envolvió las diez guineas de oro en unos papeles viejos y
guardó el envoltorio en un pequeño hueco del interior de la chimenea…
-Aquí nadie podrá encontrarlas –pensó-. Es una pena
que tengamos tan pocos ahorros; pero tanto a Freddy como a mí nos gusta comer
muy bien. Si no fuésemos tan adicionados a la buena mesa, tendríamos más
dinero; pero…
Y reanudó sus faenas retirando del fuego un pastel
de magnífico aspecto, poniendo a las brasas una gran roncha de jamón.
El agradable aroma culinario fue captado por un
vagabundo que, casualmente pasaba por allí. Era un anciano de miserable aspecto
con un ojo tapado con una negra venda y que caminaba apoyado en un bastón. Se
llamaba Jack Honnaford y nunca había trabajado en ningún oficio; únicamente en
su juventud había sido soldado, pero desde que le licenciaron, había vivido
robando y estafando a incautos.
Jack llamó
la puerta y, cuando Mally salió, dijo quitándose el viejo sombrero:
-Buenos días, señora. He venido a su casa atraído por el olor de los apetitosos
guisos que está preparando. Pero tan sólo le pido un trozo de pan y un poco de
agua.
Molly tenía un natural bondadoso y, además, se
sintió halagada por la velada lisonja del vagabundo; así que le hizo pasar a la
cocina y le sirvió un buen trozo de
jamón ahumado y un gran jarro de cerveza.
Mientras Jack Hannaford saciaba su hambre y se sed
escuchaba con fingido interés la charla de su generosa anfitriona.
A Molly le gustaba muchísimo hablar y Jack
Hannaford era lo suficientemente astuto como para saber hacerle hablar de las
cosas que a él le interesaban. Y la ingenua y poco discreta Molly contó al
vagabundo la historia de sus dos maridos, mientras el único ojo del vagabundo
brillaba malicioso.
Jamás había encontrado Molly un oyente tan amable como
Jack Hannaforf, Y, después de contarle su vida le preguntó: -Y usted. ¿de dónde
viene? –Si usted no se asombra demasiado, contestó el vagabundo, le diré que
vengo del mismo Paraíso, donde su primer esposo tenía el honorable cargo de
zapatero celestial. Sí, señora: Peter era un magnífico zapatero.
-¿Era? –Preguntó Molly un poco desilusionada-. ¿Es
que han nombrado otro zapatero?
-Aún no, señora; pero nadie podrá evitarlo si
alguien no resuelve el problema del pobre Peter. Resulta que, desde hace algún
tiempo, Peter no puede comprar más cuero con que fabricar sandalias y zapatos a
los habitantes del Paraíso…
.¿Podrí remediarse mi pobre Peter con diez guineas
de oro? No tengo más dinero…
El ojo de Jack brillo de codicia. –No es mucho, no;
pero lo intentaremos…
Y la infeliz entregó todos sus ahorros al
vagabundo, que marchó sin perder más tiempo en largas despedidas.
No tardó en regresar a casa Freddy Perkins, que
cuando supo lo que había ocurrido, se enfadó con su esposa, a la que dijo:
-¡Eres tonta: te has dejado engañar por un miserable vagabundo! ¡Pero yo
recuperaré nuevamente nuestros ahorros!
Y corrió a la cuadra, montó en su caballo y partió
al galope por el único camino que salía de la granja.
No tardó en divisar al vagabundo, el cual lejos de
echar a correr, se había detenido al borde del camino y parecía escudriñar el
cielo poniéndose la mano de visera como para proteger su único ojo de los rayos
del sol; luego, inexplicablemente, se tumbó en el suelo y, al menos aparentemente,
continuó examinando el cielo.
¿Qué había sucedido? Sencillamente: el pícaro de
Jack Hannford, al oír acercarse el galopar de un caballo, sospechó que el
esposo de la infeliz, a la que había estafado, había salido en su persecución.
Era insensato pensar que podría escapar de él y, por otra parte, no había sitio
alguno donde ocultarse a su vista. De modo que el vagabundo ideó uno de sus
innumerables trucos para engañar al irritado marido de su víctima.
Como era lógico, Freddy Perkins iba dispuesto a dar
su merecido a aquel granuja; pero cuando llegó junto a él y le vio tumbado en
el suelo y mirando al cielo, pudo en él más la curiosidad que su irritación.
-¿Qué hace usted ahí?, le preguntó –Estoy viendo
algo increíble –contestó Jack Hannaford, ¡veo un hombre que vuela!
-Eso es falso –manifestó Freddy Perkins mirando
también al cielo: yo no veo nada. –Es natural –Explicó el vagabundo: pero verlo
necesita estar completamente inmóvil y su caballo está moviéndose son cesar. Si
usted quiere, yo sujetaré su caballo mientras usted se acuesta en el suelo y comprueba el extraordinario
fenómeno.
El bueno de Freddy Perkins mordió el anzuelo: se
apeó, entregó las bridas al vagabundo y se tumbó en el suelo para presenciar el
extraordinario espectáculo.
Más, apenas se acostó el vagabundo montó en su
caballo y escapó a galope tendido. Entonces comprendió Freddy que había sido
burlado y exclamó: -Soy doblemente necio: primero, confié mis ahorros a mi
esposa, que es tonta; pero, además, me he dejado robar por este estafador,
sabiendo que lo era. Así, nada puedo reprochar a Molly y lo mejor será que, en
adelante, viva en paz con mi esposa.
Algún tiempo después, el pícaro Jack Hannaford
volvió por aquellos lugares y preguntó en una posada por los esposos Perkins.
El posadero le informó que vivían en buena armonía
desde que un forastero engañó, primero a la esposa y luego al marido.
Jack Hannaford no pudo contener su carcajada,
comentando que él mismo había sido aquel forastero.
No contaba el granuja con que los Perkins eran muy
queridos en toda la región; y el posadero se apresuró a dar cuenta a los
alguaciles de los engaños del bribón, que fue encarcelado inmediatamente.
Por su parte, los Perkins siguieron viviendo
felices y, cuando recordaban que debían su paz a un bribón, celebraban lo
sucedido con alegres carcajadas.
Cuenca, 9 de mayo de 2020.
José María Rodríguez González. Profesor e
investigador histórico.
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FUENTES CONSULTADAS:
-Nuestros cuentos. Publicaciones FHER. Bilbao.1987.
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