Cuentos y leyendas del mundo.
Como empiezan todos los cuentos así comienzo. Erase
un pobre granjero que solamente poseía unos cuantos acres de tierra pedregosa
en un lugar de Irlanda.
El buen
hombre vivía contento con su suerte y trabajaba con alegría de sol a sol
en aquella tierra miserable, de la que tenía que retirar continuamente enormes
pedruscos para poder sembrar.
Le ayudaba en sus tareas su hijo Sean, un joven que
poseía muy buenas cualidades, pero que trabajaba sin ninguna ilusión, porque,
según decía, jamás saldrían de la pobreza por mucho que trabajaran en el campo.
Sean y el Duendecillo. |
Sean era muy inteligente y en el pueblo le llamaban
Sean el Listo; pero, al mismo tiempo, era excesivamente soñador.
Se sabía de
memoria todas las leyendas irlandesas y le gustaba mucho contarlas a sus
amiguitos. Sobre todo, solía recordar la de un Duendecillo que tenía escondidos
muchos saquitos llenos de oro en un lugar secreto.
-Yo sé que algún día encontraré al Duendecillo
–decía Sean a sus compañeros-; y, cuando esto suceda, no apartaré ni un
instante mi mirada de él, porque así no tendrá más remedio que enseñarme el
sitio donde guarda su tesoro. ¡Y entonces seré rico, muy rico!
Con tales sueños, iba transcurriendo el tiempo
hasta que llegó un día en que le ocurrió a Sean algo extraordinario.
Sean se había alejado un buen trecho de su lugar de
trabajo, tumbándose tranquilamente a la sombra de unos arbustos. Y he aquí que
comenzó a escuchar un leve ruido cercano, rítmico y persistente, que provenía
de los matorrales.
Lleno de curiosidad, se asomó sin hacer ruido y
abrió los ojos templando de emoción: ¡al otro lado de los arbustos, un
Duendecillo estaba claveteando unas puntitas minúsculas en la suela de unos
zapatitos inverosímilmente chiquitos!
-¡Al fin! –Pensó el muchacho-. Ahora tengo la gran
oportunidad de hacerme rico.
Y, de un salto, se plantó delante del diminuto
Duendecillo, diciéndole: .Deja tu trabajo, pequeño zapatero: que tenemos que
hablar de asuntos importantes.
-Espera, joven –contestó el Duendecillo con su voz
aguda y cascada-.Mientras no se oculte el sol tras las montañas, yo he de
seguir mi labor. Sé quién eres, Sean; y te digo que sería mejor para ti que
volvieras a trabajar en lugar de perder tu tiempo.
-Seguramente me has tomado por un tonto –replicó
Sean-; pero todos me llaman Sean el Listo y no me dejaré engañar por ninguno de
tus trucos.
De mala gana, el Duendecillo recogió sus cosas y
las dejó escondidas bajo los matorrales, de forma que un momento después, ni el
propio Sean sabía con certeza el lugar exacto en que las había ocultado.
Luego, el Duendecillo empezó a caminar delante de
Sean y éste le seguía a corta distancia para no perderle de vista.
Sean vigilaba al Duendecillo con tanta atención que
no se daba cuenta de los lugares por donde caminaban. Por fin, llegaron a un
callado rocoso, frente al cual se detuvo el Duendecillo.
-Te felicito, Sean –dijo de mal humor-: eres el
primero que ha logrado ganarme. Hemos llegado al lugar en que encontrarás tu
tesoro; pero no podrás hallarlo mientras haya una sola piedra en todo ese
terreno.
Sean tendió la vista a su alrededor y contempló
ilusionado las tierras que le rodeaban. Entonces se dio cuenta de que aquel
terreno inculto y salvaje estaba contiguo a las tierras de su padre; y eran
unos extensos campos tan llenos de piedras que nadie en el pueblo los había
querido trabajar.
Quiso hacer algunas consultas al Duendecillo, pero
ya no pudo verlo más: el Duendecillo había desaparecido.
Durante muchos días Sean trabajó en aquel como
jamás lo había hecho en las tierras de su padre y éste veía muy gustoso el afán y la aplicación del muchacho.
En pocas semanas, en todo aquel campo no quedaba
una sola piedra y, además, toda la tierra estaba removida; lo que aprovechó el
padre de Sean para sembrar cuando el muchacho se retiraba a descansar.
Fue transcurriendo el tiempo y, cuando terminó de
limpiar sus campos, Sean retiró todas las piedras de las propiedades de su
padre, pero no halló ninguno de los saquitos de oro que esperaba encontrar.
Sean se sentía desilusionado, pensando que el
astuto Duendecillo se había burlado de él.
Pero llegó el tiempo de la recolección y entonces
se sintió Sean el más feliz de los hombres: ¡nadie en todo el pueblo pudo
cosechar tantos frutos no tan buenos como los que habían obtenido Sean y su padre!
Entonces comprendió Sean que no hay mayor tesoro
que el conseguido con un trabajo laborioso y constante agradecido al astuto
Duendecillo, que tan hábilmente supo enseñarle aquella provechosa lección.
Cuenca, 4 de mayo de 2020.
José María Rodríguez González. Profesor e
investigador histórico.
FUENTES CONSULTADAS:
-Nuestros cuentos. Publicaciones FHER. Bilbao.1987.
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