Cuentos populares del mundo.
Hace ya muchísimos años, vivían dos jóvenes nobles
a quienes unía una profunda amistad.
Uno de ellos se llamaba Emile de Alverne, hijo del
conde de Alverne; y el Rey le apreciaba tanto que, a pesar de ser muy joven, le
nombró Regidor de la Corte. El otro, Albert de Bericain, era hijo del barón de
Bericain y, como su amigo, también había conquistado la estimación del Rey, que
le confió la Tesorería Real.
Los dos eran de la misma edad y su parecido era tan
grande que muchos los confundían y creían que eran hermanos gemelos.
Sin embargo, no les unía ningún parentesco; ni
siquiera se conocían sus respectivas familias. Precisamente, sus padres
empezaron a relacionarse de un podo casual cuando Emile y Albert eran aún muy
niños.
Sucedió así. Emile y Albert habían nacido el mismo
mes del mismo año, pero en dos lugares muy alejados, pues el castillo de
Alverne distaba varias jornadas del de Bericain. Pero cuando los dos niños
cumplieron dos años, sus padres decidieron llevarlos a Roma para que el Papa
los bautizara, distinción a la que aspiraban muchos nobles cristianos de
aquellos tiempos.
Así, pues, las dos familias salieron de sus
respectivos castillos y se pusieron en camino, coincidiendo en una pequeña
ciudad en la que descansaron una jornada antes de proseguir su viaje. Allí se
hablaron por vez primera el conde de Alverne y el barón de Bericain,
simpatizaron en seguida y acordaron continuar juntos el viaje, ya que se
dirigían a Roma con idéntico fin.
Llegaron a Roma, el Papa bautizó a los dos niños en
una ceremonia solemne y emotiva, regalando a Emile y a Albert sendas copas
idénticas, talladas en madera y adornadas con artísticas incrustaciones de oro.
Los dos jóvenes pasaban juntos largas temporadas en
el castillo del uno o del otro y juntos fueron a la Corte para estudiar y
recibir una educación adecuada.
Cuando sus padres murieron, Emile y Albert fueron armados Caballeros y entraron al
servicio del Rey, donde pasado algún tiempo, fueron distinguidos con la
confianza de su soberano, que nombró a Emile regidor de la Corte y a Albert su
tesorero.
Los dos vivían felices y sin preocupaciones hasta
que ambos jóvenes se enamoraron. Albert entabló relaciones con una joven
bellísima llamada Ludovina, que fingía sentir un gran amor por el tesorero
real. Cuando en verdad era una mujer ambiciosa y egoísta, como demostraría más
adelante.
Pero Albert estaba tan enamorado que no podía ver
más que buenas cualidades en Ludoivina y concertó su matrimonio con la joven
después del cual pensaban trasladarse al castillo de Bericain, pues el Rey le
había confirmado en el título de Barón y en las posesiones de su padre.
Por su parte, Emile se encontraba en una situación
muy comprometida; se había enamorado de la princesa Belisa y ésta le
correspondía con idénticos sentimientos.
Pero los dos enamorados tenían que conformarse con
fugaces y brevísimos entrevistas secretas, porque el Rey deseaba casar a su
hija Belisa con algún poderoso príncipe extranjero.
Emile mantenía en secreto sus amores y únicamente
se había confiado a su amigo.
-Querido Emile –le dijo Albert-: sabes que deseo
para ti la mayor felicidad. Pero piensa que, si el Rey llega a saber que amas a
su hija, te castigaría severamente. Por favor, Emile: cuida mucho de que nadie
descubra tu noviazgo con la princesa.
Emile agradeció el prudente consejo de su amigo y
siguió ocultando su noviazgo. Poco después, se casaron Albert y Ludovina, asistiendo a la boda Emile
como invitado de honor. A continuación los nuevos esposos marcharon a vivir en
el castillo de Bericain, quedando Emile en la Corte.
Emile siguió entrevistándose con Belisa, pero sus
relaciones fueron descubiertas y un dñia Emile fue llamado a presencia del Rey,
acusado de haber atentado contra el honor del Monarca enamorándose de la
princesa.
-Nada malo he hecho, Majestad –se defendió Emile-;
y nada tengo que reprocharme.
Entonces, el Rey hizo llamar a un noble llamado
Arderi, que era quien había denunciado las relaciones de Emile con la princesa.
Lo que ignoraba el Rey era que Arderi estaba
secretamente enamorado de la princesa y siempre había envidiado las
distinciones y cargos que el soberano había concedido a Emile y a su amigo
Albert.
-Yo re desafío a que pruebes tu inocencia luchando
conmigo –dijo Arderi-: el que resulte vencedor, será quien haya dicho la
verdad. El duelo tendrá lugar dentro de una semana ante el Rey y su Corte y,
antes del combate, te exigiré juramento de que jamás te has entrevistado con la
princesa.
Aceptó Emile el desafío, pues no tenía otra
alternativa; pero vivía preocupado pensando que Dios no podría darle la
victoria si juraba en falso.
Por fortuna, la noticia del desafío llegó al
castillo de Bericain y Albert corrió a la Corte en busca de su amigo,
informándose con todo detalle de lo sucedido.
-Marcha inmediatamente a mi castillo –dijo Albert-.
Ciertamente, tú no puedes jurar en falso;¡pero yo sí puedo jurar que no he
mantenido relaciones con la princesa! Yo ocuparé tu lugar en el desafío y nadie
lo notará, pues somos casi iguales.
Y así lo hicieron. Albert sustituyó a su amigo en
el duelo con Arderi, a quien venció después de durísima lucha.
El Rey se sintió muy satisfecho con el resultado de
la contienda y, creyendo que hablaba con Emile, dijo a Albert: -Enhorabuena,
conde de Alverne: habéis luchado valientemente por mi honor y por el de mi
hija. En recompensa, te ofrezco la mano de la princesa Belisa, si ello os place
a los dos.
Naturalmente, Albert aceptó encantado en nombre de
su amigo y un mes más tarde Emile pudo casarse con la princesa, viviendo
después muy felices en el castillo de Alverne, donde el cielo bendijo su
matrimonio con dos hijos preciosos, de rubios cabellos y ojos azules.
Pero la vida de Albert no fue tan afortunada.
Varios años después de su matrimonio, contrajo una cruel enfermedad contagiosa
que ningún médico acertó a curar.
El pobre Albert sufría más por el alejamiento de su
esposa que por sus grandes dolores.
En efecto; Ludovina no atendía a su marido y ni
siquiera le visitaba.
Llevadme en una litera muy lejos de aquí: estoy
seguro de que los desconocidos tendrán más piedad de mí que mi propia esposa
–dijo Albert a sus criados.
Y los servidores llevaron a su señor por todo el
reino, tocando la campanilla para advertir que viajaban con un enfermo
contagioso y pidiendo una limosna para socorrerle.
Y es que Albert de Bericain había dejado en su
castillo todas sus riquezas; únicamente llevaba consigo la copa que el Papa le
había regalado al bautizarle, sin separarse jamás de ella.
Después de mucho viajar, llegaron al castillo de
Alverne. El criado que salió a atenderles volvió junto a Emile diciéndole:
-Señor conde>>>>>>: fuera hay un mendigo que pide limosna: me
pareció muy extraño que tuviera en sus mano una copa idéntica a la vuestra y
pensé que os la habrían robado; pero vuestra copa continúa en su sitio.
Emile palideció al oír aquellas palabras y,
presintiendo que su amigo Albert se encontraba en un gran apuro, salió
corriendo hacia la puerta del castillo.
Encontró a Albert acostado en su litera y
sosteniendo a duras penas la copa entre sus manos; pero presentaba un aspecto
tan demacrado que apenas le reconoció.-¡Oh, mi querido Albert! –Exclamó Emile
con gran dolor, arrodillándose junto a su amigo-. ¿Tendré que sufrir viéndote morir
sin poder hacer nada por impedirlo?
Y, a una orden suya, los criados instalaron al
enfermo en la lujosa cama de Emile, que llamó a los mejores médicos para que le
visitaran.
¡Qué tristes quedaron todos cuando los médicos
dijeron que la enfermedad de Albert no tenía curación!
Pero, al fin, uno de los doctores afirmó que había
alguna posibilidad de salvarle.
-Sin embargo –añadió, será necesario que una
persona no se separe de él ni de noche ni de día; y existe un gravísimo peligro
de que quien le cuida se contagie de su gravísima enfermedad.
-Muchas gracias. Doctor –exclamó Emile-; pero
necesito intentar por todos los medios salvar a mi amigo. Yo mismo seré quien
cuidará al enfermo.
Emile se despidió cariñosamente de su esposa y de
su dos hijos y se encerró en la habitación para cuidar al enfermo.
Fueron pasando lentamente las horas y los días.
Emile cada día se sentía más débil porque apenas si dormía ni comía: además, no
apreciaba ninguna mejoría en el enfermo.
Por fin, Albert comenzó a mejorar rápidamente hasta
que un día pudo levantarse completamente curado; pero, ¡ay!, al mismo tiempo,
Emile quedaba postrado en el lecho víctima de la misma enfermedad que su amigo.
Emile permaneció varios días adormecido,
atravesando una crisis tan peligrosa que hizo temer un fatal desenlace. Pero
súbitamente, Emile se reanimó y pronto recobró la salud: ¡Dios había realizado
el milagro, recompensando la generosidad de aquellos dos grandes amigos!
Cuenca, 6 de mayo de 2020.
José María Rodríguez González. Profesor e investigador
histórico.
FUENTES CONSULTADAS:
-Nuestros cuentos. Publicaciones FHER. Bilbao.1987.
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