Al fin Cristo a muerto y de la
manera que los Jefes de su pueblo Israel lo exigieron. San Lucas en su
Evangelio nos recuerda: “Todos se retiraban golpeándose el pecho”, ¿Pero dentro
de esos pechos hay corazones que palpitan de veras? No se habla más de ellos, apresuran la
marcha hacia sus casas a la cena, tal vez sea más espanto que amor. Un
extranjero, el centurión Petronio, que había asistido silenciosamente al
suplicio, reacciona y suben a su boca las palabras de Claudia Prócula:
¡Realmente este hombre era justo! No conocía el verdadero nombre del que había
muerto, pero al menos sabe con certeza, que no es un malhechor.
Los Judíos no piensan en
palinodias pero si en la Pascua pensando que se echaría a perder si no se
llevaban pronto el cuerpo del ajusticiado.
El día avanza y apenas se oculta
el sol, empezaría el sábado, por eso mandan un emisario a Pilatos pidiéndole
que haga romper las piernas de los condenados y los hagan enterrar. La orden se
cumple, pero cuando llegan a Jesús, que lo habían visto morir, cuenta Juan, que
para tranquilidad de la propia conciencia, empuñando una lanza, descargaron con
ella un tremendo golpe al costado y se vio con asombro, que de la herida salió
sangre y agua. Este soldado se llamaba Longines y se dice que algunas gotas de
aquella sangre le cayeron en los ojos, que estaban enfermos y repentinamente
los sanaron.
El martirologio cuenta que desde
aquel día, Longines creyó en Cristo y fue monje durante 25 años en Cesárea,
hasta que por causas de su fe, le cortaron la cabeza. El legionario compasivo
que mojó los labios del agonizante con una esponja empapada en vinagre, se llamaba Petronio. Cuentan que éste y Longines fueron los primeros
gentiles que adoptaron a Cristo como ejemplo de vida y no temieron a la muerte
porque en la mirada de Cristo encontraron la verdadera Vida Eterna.
A Cristo no le faltaron amigos en esta vida, ni para lo bueno ni para lo malo. Dos de ellos se hicieron presentes
a la caída de la tarde del viernes. Eran dos graves y egregias personas, dos
notables de Jerusalén, diríamos hoy: dos ricos señores, eran miembros del
Sanedrín: José de Arimatea y Nicodemus. Estos dos personajes se habían
ausentado del Sanedrín durante el proceso de Jesús. Los discípulos ocultos por
miedo a los judíos y José de Arimatea pensando acallar el remordimiento compró
una sepultura para el ajusticiado.
José era el más valiente de los
dos y se atrevió, como observa San Marcos en su Evangelio, a presentarse ante
Pilatos y para pedirle el cuerpo de Jesús. Pilatos, maravillado de que ya hubiera
muerto, porque frecuentemente los crucificados resistían hasta dos días, llamó a Petronio, que había presidido la ejecución, y oído su informe, donó el cuerpo
al del Sanedrín. El procurador ese día fue generoso, pues de ordinario los
oficiales romanos hacían pagar a los parientes también los cadáveres.
José obtuvo el permiso deseado, fue a por una
sábana blanca y a por vendas y se encaminó al lugar del suplicio. Nicodemus por
su parte acudió al mismo lugar trayendo a un criado con una mixtura de mirra y
de áloe.
Una vez que los dos llegaron a la
cruz, mientras los soldados desclavaban a los ladrones para arrojarlos al
osario ellos se pusieron a la obra de desclavar a Jesús.
José ayudó a Nicodemus y con algún
otro, extrajeron los remachados clavos de los pies. Uno de ellos subió a la
escalera que allí había quedado, desclavando los clavos de las manos, apoyando el
cuerpo muerto sobre su espalda para que no cayese, descendió hasta el suelo. Una vez bajado el cadáver fue
colocado en el regazo de la Dolorosa que lo había dado a luz.
Luego se encamaron hacia un
huerto del rico José y la gruta que había hecho excavar, tenía un solo nicho
donde fue depositado el cuerpo de Jesús una vez lavado pues todo el cuerpo estaba
cubierto de sudor, de sangre y de polvo. Apenas llegaron al lugar los dos honorables necróforos hicieron sacar agua del pozo y lavaron el cadáver. Las Tres Marías -la Virgen, la Contemplante, la Libertada- no se había movido de los lugares donde el que amaba había muerto. Ellas también, más expertas y delicadas que los hombres, se atareaban a fin de que el entierro, hecho a escondidas y apresuradamente, no resultara indigno de aquel a quien lloraban. Le tocaron a ellas el sacarle de la cabeza la corona de espinas de los legionarios de Pilatos y arrancas las espinas que se habían hincado en la piel; a ellas el desenredar y cerrar los ojos que las habían mirado tantas veces con casta ternura y aquella boca que no habían podido besar. Muchas lágrimas de amor cayeron sobre el rostro que había vuelto a tomar, en la tranquilidad de la muerte, la antigua dulzura de rasgos y aquel llanto lo lavó con agua más pura que la del pozo de José.
Terminado de lavar el cadáver fue envuelto en los perfumes de Nicodemus. Después fue cubierto el cuerpo con una colcha olorosa, la sábana fue atada alrededor del cuerpo con largas vendas de hilo, la cabeza fue envuelta en un sudario y sobre el rostro, luego que todos le hubieran besado la frente, fue extendido otro paño.
Terminado de lavar el cadáver fue envuelto en los perfumes de Nicodemus. Después fue cubierto el cuerpo con una colcha olorosa, la sábana fue atada alrededor del cuerpo con largas vendas de hilo, la cabeza fue envuelta en un sudario y sobre el rostro, luego que todos le hubieran besado la frente, fue extendido otro paño.
Los dos miembros del Sanedrín
recitaron en voz alta, según la costumbre, el salmo mortuorio y finalmente,
depositaron el cándido envoltorio en el antro, cerraron la apertura con una
gran piedra y se alejaron taciturnos, seguidos por cuantos estuvieron ayudando
a su enterramiento.
(Relato de la HISTORIA DE CRISTO
según Mñor. Agustin Piaggio. 1923)
Publicado en Cuenca, 19 de abril de 2019.
Por: José María Rodríguez González.
Profesor e investigador histórico.
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