“No
se aprende a escribir, como es debido un libro, sino cuando se le ha terminado”.
Hoy de vuelta de clase, cerca de
mi casa me ha abordado una antigua alumna, me ha dado dos besos y me ha dicho
que mis clases le calaron muy hondo. Esas palabras son las que cualquier
docente le gustaría escuchar, en estos momentos cuando la enseñanza está
decayendo y la figura del maestro esta degradada por completo.
La docencia es como la
edificación de una casa: brinda alberque de sabiduría contra el frío de la
ignorancia de las frías noches y eleva el espíritu del conocimiento. En la
docencia, edificar es construir con piedras de la verdad. Cuando se habla de
educar, no se concibe más que un verbo abstracto, gastado por la costumbre.
Edificar en el sentido corriente es levantar paredes. ¿Quién se ha detenido
nunca a pensar en todo lo que se necesita para levantar paredes, para
levantarla bien, para hacer una verdadera casa, que se sostenga, que esté
firmemente construida y techada en debida forma, con paredes maestras a plomo y con
el techo que no permita el paso del agua de la mentira y de la manipulación, es decir, de
una persona bien formada? La educación y la formación de un alumno, es como
colocar todo en su lugar correspondiente, con buen ojo y paciencia hacer que
combinen exactamente las piedras, no poner mucha agua o mucha arena en la
argamasa, tener humedecidas las paredes, saber llenar las juntas y allanar
debidamente los revoques. La casa se eleva día a día como los conocimientos y
la educación surgida del buen hacer del docente.
Para una gran parte de docentes
sólo vale con tener una licenciatura o diplomatura en una materia determinada,
sin darse cuenta que edificar una vida es como edificar un libro, edificar la
conducta y el “saber” de una persona
es trabajo que ocupa toda una vida. Siempre al docente le queda la duda de ¿Lo
habré logrado? Sin embargo siempre el magistral espera que se reconozca su
obra, una obra edificada y edificadora con la gente que año tras año pasa por
sus manos.
Al autor de estas letras le
gustaría ser un artista que cada día cumple su cometido de hacer obra, no con bellas
letras o como se dice este año los lunes “pura poesía”, sino llegar al
convencimiento de que sus enseñanzas servirán para algo en las mentes de
quienes lo escuchan. En ciertos momentos quisiera poseer aquella elocuencia
valiente y demoledora, capaz de hacer temblar el corazón mejor puesto, una
imaginación avasalladora, capaz de trasportar a mis oyentes, con repentino
sortilegio, a un mundo de luz. En otros momentos, por el contrario, me duele ser
demasiado literato, demasiado orfebre y taraceador, y de no ser capaz de dejar
las cosas en su sitio preciso. He de ser sincero y he de reconocer que “no se aprende a escribir o a construir, como
es debido un libro o una vida, sino cuando se le ha terminado”.
José María Rodríguez González
Cuenca, 29 de mayo de 2017
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