Salimos de una
Semana Santa atípica, donde confinados en nuestras casas hemos sido testigos
ausentes de las muertes de nuestros allegados, conocidos y familiares como una
Pasión real, pero al mismo tiempo ausentes de la realidad que se cuece a
nuestro alrededor.
Podemos decir
que todavía sentimos la presencia, cada día, entre nosotros de ese Cristo que
se dio, que sigue viviendo con nosotros, junto a nosotros, sobre la tierra que
es suya y nuestras, sobre esta tierra que le acogió, niño, entre los niños y,
acusado , entre los ladrones; al resucitar vive como los vivos sobre la tierra
de los hombres, invisible, a caso, aún para aquellos que le buscan, puede que
bajo la figura de un pobre que compra personalmente su pan y nadie repara en
él.
Señor, ha llegado
el tiempo en que debes mostrarte de nuevo a todos y dar una prenda de ti,
perentoria e irrecusable, a esta generación. Tú ves, oh Jesús, nuestra
necesidad; tú ves hasta donde llega nuestra gran necesidad; no puedes, no
conocer que nuestra necesidad es incapaz de mayor espera; no puedes, no conocer
cuán dura y cierta es nuestra angustia, nuestra indigencia, nuestra
desesperanza; tú sabes cuánto necesitamos de una intervención tuya, cuán
necesaria es tu vuelta.
Sea ella en
buena hora una vuelta breve, sea ella imprevista, seguida inmediatamente de una
imprevista partida; una sola aparición, un llegar y volver a partir, una sola
palabra a tu llegada y una palabra sola al desaparecer de nuevo, una sola
palabra de tu eternidad, una palabra sola por todo tu silencio.
Necesitamos de
ti, sólo de ti y de nadie más. Solamente tú, que nos amas, puedes sentir por
todos nosotros que sufrimos la compasión que cada uno de nosotros siente de sí
mismo. Sólo tú, puedes sentir cuán grande, cuán inconmensurablemente grande es
la necesidad que hay de tí en este mundo, en esta hora del mundo. Nadie de
tantos como viven, nadie de los que duermen en el fango de la gloria puede
darnos a nosotros necesitados, a nosotros derrumbados en la atroz penuria, en
la miseria la más tremenda de todas, la del alma, el bien que salva.
Tu sabes todo
esto, Cristo Jesús y ves que ha llegado de nuevo la plenitud de los tiempos y
que este mundo, febricitante y bestializado, bien merece ser castigado con un
diluvio de fuego, o salvado por tu mediación. Solo la Iglesia, la Iglesia
fundada por ti sobre la Piedra de Pedro. Te rogamos, pues Cristo, que nos saques
de este hoyo profundo donde nuestra inconsciencia humana nos ha metido.
La gran experiencia llega a su fin. Los hombres, apartándose del Evangelio han
encontrado la desolación y la muerte. Más de una promesa y más de una amenaza
se ha cumplido. Ya no nos queda a nosotros, desheredados, sino la esperanza de
tu vuelta. Si no vienes a despertar a los dormidos acurrucados en el cieno
pestilente de nuestro infierno, es señal evidente de que el castigo que padecemos es harto breve y ligero para lo que merece nuestra traición, y que quieras cambiar
el orden de tus leyes. Hágase, Señor tu voluntad ahora y siempre, en el cielo y
en la tierra.
Pero nosotros,
te esperamos. Te esperamos día a día a pesar de nuestra indignidad y contra
todo imposible y todo el amor que podemos exprimir de nuestro corazón devastado
imploramos tu vuelta para que nos saques de esta iniquidad.
Publicado en Cuenca, 20 de
abril de 2020.
Por: José María
Rodríguez González. Profesor e investigador histórico.
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-Historia de Cristo. Mñor. Agustin
Piaggio. 1922.
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