viernes, 3 de mayo de 2019

Santa Mónica, mi felicitación a quien lleve tan digno nombre.


Hoy la festividad de Santa Mónica, madre de San Agustín

Cerca esta el día de la madre y no podía dejar pasar este momento para hablar de la historia de Santa Mónica, el ejemplo más palpable de lo que puede una madre en la educación de sus hijos y de lo que debe la Iglesia a las madres cristianas. 
Su hijo San Agustín confiesa que, después de Dios, todo lo debe a su madre. Por eso habla de ella con tanto cariño y lágrimas cuando recuerda a su madre. “No callaré lo que me nace del alma sobre aquella sierva vuestra que me dio a luz en su carne para que naciera a esta vida temporal".


Mónica debió su educación cristiana no tanto a la diligencia de su madre cuanto a la de una criada decrépita, que cuidaba de las hijas de sus señores como si fuesen propias. Educada con honestidad y templanza, se casó por voluntad de sus padres con un gentil, llamado Patricio, a quien desde un principio trató de ganar para Dios con sus virtudes y buenas costumbres, “con las cuales se hacía hermosa y reverentemente amable”.

Tenía Patricio un temperamento fuerte y muy iracundo, nos dice su hijo San Agustín. “Mas ella sabía no resistir al marido airado, no ya de obras, pero ni aun de palabras. Cuando él se había desfogado y sosegado, si lo juzgaba oportuno, le daba razón de su proceder, si tal vez él se había descompuesto con alguna inconsideración”.

El mismo San Agustín nos cuenta que había muchas matronas con maridos más mansos que llevaban los rostros afeados con las señales de los golpes que recibían de sus esposos. Mientras ellas echaban la culpa a la vida descompuesta de sus maridos, Mónica la atribuía a la lengua de ellas. Sabiendo todas qué feroz marido tenía que soportar, se maravillaban de que jamás Patricio la hubiera pegado y le preguntaban familiarmente el secreto. Ella les respondía que su secreto era callar y mostrarse siempre sumisa y sacrificada. Las que guardaban esta norma matrimonial, después de haberla probado, se daban el parabién; las que no la guardaban, sufrían la sujeción y malos tratos.

Mónica en su paciencia y silencio, logró ganarse al marido y hasta convertirlo a la fe de Cristo. Desde este momento no tuvo que sufrir más la infidelidad y los malos tratos.

La gran obra de Santa Mónica fue la conversión y cambio de su hijo San Agustín. En África vela por las compañías y maestros del hijo, por sus costumbres, porque se case honestamente. Cuando sabe que Agustín proyecta trasladarse a Italia, ella resuelve embarcarse con él para seguir siendo su ángel tutelar. Agustín, a quien estorba la compañía de su madre, logra, engañándola, hacerse a la vela sin ella. Aquella noche Mónica  la pasó orando y llorando por su hijo.

Al llegar San Agustín a Roma enfermó, lejos de su madre añoraba la ausencia de ella. De Roma se trasladó a Milán y allí encontró de nuevo a su madre que había venido a su lado por mar y por tierra confiando en Dios para llevarle la felicidad de su compañía.

En Milán tuvo Mónica una gran satisfacción. Su hijo había trabado amistad con San Ambrosio, obispo de aquella ciudad y San Agustín le comunicó a Mónica el propósito de hacerse católico y de consagrarse totalmente al servicio de Cristo y su madre no cabía de gozo. Esto sucedió el en año 387 sobre el 24 o el 25 de abril. Poco después enfermaba y moría Santa Mónica dentro de ese mismo año.

Ella cumplió su misión de este mundo, ya no le quedaba más misión que marcharse al Paraíso y recibir la corona de sus virtudes, a sus cincuenta y seis años de edad subía a los cielos de la mano de su hijo que la apretaba fuertemente, un 4 de mayo del año 387, cuando ella dijo: “Enterrad este cuerpo en cualquier parte; no os preocupe más su cuidado; solamente os ruego que, donde quiera que os halléis, os acordéis de mí ante el altar del Señor”.

 Cuenca, 4 de mayo de 2019.

José María Rodríguez González. Profesor e investigador histórico.

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