domingo, 12 de junio de 2022

San Antonio de Padua, doctor (1195-1231). Festividad del 13 de junio.

“Los trece martes de san Antonio”

Nació en Lisboa el 15 de agosto de 1195 y murió en Padua el 13 de junio de 1231. Su nombre de pila fue Fernando, que luego cambió por el de Antonio, cuando entró en religión. Su padre fue capitán, llamado D. Martín de Bulloes y su madre se llamaba, Dña. Teresa Taveira de Azevedo. Su primera educación la recibió de los canónigos de la catedral de Lisboa. Cinco años más tarde, estando en Coimbra, se decidió a ser misionero y vistió el hábito franciscano. En seguida se embarcó para África, anhelando la gloria del martirio. Una fiebre maligna le obligó a reembarcar hacia España, pero la tempestad lo arrastró hacia Sicilia. De allí pasó a Asís, donde habló con san Francisco, que le obligó a estudiar teología, con el fin de que enseñase después en Francia y en Italia.

Dos cosas sobresalen en la vida de este Santo: el poder grandioso de su oratoria y la fuerza sobrenatural de sus obras. El prodigio y lo extraordinario le acompañan siempre, cuando habla desde el púlpito y cuando anda sobre la tierra o junto a la orilla del mar.

Su celo no le dejaba parar, como si presintiese la brevedad de su vida. Un día en Rimini se encuentra con el desdén y la rebeldía de los hombres, que no quiere oírle. Y se va a la ribera, en el lugar donde el río desemboca en el mar y empieza, sentado, a predicar a los peces: “Hermanos míos los peces, a vuestra manera vosotros también estáis obligados a dar gracias al Creador, que os ha dado por morada un tan notable elemento… Dios vuestro Creador es bueno y liberal…” El prodigio se propagó y entonces acudieron los hombres.

Otro día en Florencia explica el Evangelio: “donde está tu tesoro, allí está tu corazón”. Se celebran las exequias de un poderoso que acababa de morir, conocido en toda la ciudad por su avaricia: “Este rico ha sido precipitado en los abismos de la desesperación y del llanto. Era un avaro miserable, era un Epulón que se olvidaba del pobre Lázaro, tendido a su puerta. Id a su casa, abrid el cofre donde están sus tesoros, y allí, entre sus monedas, encontraréis su corazón todavía”. Estas palabras produjeron un asombro general, que se aumentó ante la realidad del hecho vaticinado.

Se cuenta que en Tolosa, un hereje decía que sólo ante un milagro admitiría la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Pensaba dejar tres días a su mulo sin comer; después le ofrecería heno y avena; si se apartaba del pienso para adorar la Hostia consagrada, era señal de que Cristo estaba presente. San Antonio aceptó la prueba. Pasados los tres días, tomó la Hostia en sus manos, la presentó delante del mulo hambriento y el mulo dejó el heno y la avena para postrarse ante el Señor.
El milagro de la adoración.

Desde la resurrección de varios muertos (comprobada jurídicamente con testigos), hasta la sumisión de los elementos, no hay milagro que no obrara san Antonio. Sus contemporáneos lo llamaban el taumaturgo de Padua. Jesús se le apareció visiblemente varias veces, y en especial en figura de Niño hermosísimo.

Además de los milagros, acompañaban a su predicación una voz extensa y clara, una memoria para recordar todos los textos y citas de la Sagrada Escritura, un semblante que ganaba los corazones, un conocimiento extraordinario de la ciencia cristiana y del corazón del hombre.

Profesó una tierna devoción a la Virgen María. A través de los campos, cantaba a la Señora con su bella voz de barítono: “Oh Señora, gloriosa, más alta que las estrellas”.

Los últimos años de su corta vida murió a los 35 años, los pasó en Padua. “¡Oh Padua, Padua, exclama en un sermón cuaresmal, yo estoy loco por ti, yo quiero salvarte, yo quiero iluminarte con la luz de Dios!”.

Poco antes de morir se retiró a una ermita llamada Camprieta y vecina a la ciudad. Vivía en una choza de ramas, envuelta en aromas campestres e idilios de ruiseñores, símbolo del aroma de sus virtudes y del canto espiritual de su alma enamorada del cielo.

Cuando sus ojos quedaron inmóviles, como deslumbrados por el claror de la luz eterna, sus labios aún pudieron decir: “Ya veo a Dios”. Tenía 35 años; era joven y sigue siendo joven, con la juventud de los bienaventurados del cielo y la que le dan siempre los artistas en la tierra.

El año de su muerte fue canonizado. Padua le levantó un magnífico templo y su culto corrió en seguida por toda la cristiandad. Hoy es muy universal la devoción de los trece martes de San Antonio. Pío XII le concedió el título de Doctor al haber dejado varios tratados de ascética y mística y también se llegó aplicar muchos de sus sermones.

Sobre los trece martes de san Antonio diré que es una tradición que los mismos devotos del Santo la practicaron desde el mismo momento de su tránsito. Cuenta la tradición que el martes siguiente a su muerte obró innumerables milagros a cuantos le invocaron, eso conllevó a orar los “trece martes” al coincidir su muerte con el día 13 del mes, para que el santo le concediera su gracia.

Esta práctica se extendió tanto que el Papa León XIII, en junio del año 1898, concedió la Indulgencia Plenaria a todos los fieles que visitaran un templo franciscano, siempre que se cumpliera con las condiciones exigidas para recibir este don, como son: la confesión sacramental, comulgar y rezar por las intenciones del Santo Padre.

El Papa León XIII, en marzo de 1899, enriqueció o amplió la devoción, concediendo la Indulgencia Plenaria por cada uno de los trece martes o domingos consecutivos previos a la solemnidad del Santo, siguiendo con las condiciones expresadas anteriormente.

Publicado en Cuenca, 13 de junio de 2020.

Por: José María Rodríguez González. Profesor e investigador histórico.

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FUENTES CONSULTADAS:
-Año Cristiano para todos los días del año. P. Juan Croisset. Logroño. 1851.
-La casa de los santos. Carlos Pujol. Madrid. 1989.
-Año Cristiano. Juan Leal, S.J. Madrid. 1961.


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