Era de ilustre
familia, rico, muy erudito y conocedor de la lengua árabe. Estas dotes le
valieron el nombramiento de exceptor
o síndico, como traduce uno de
nuestros clásicos, en la ciudad de Córdoba.
Se podía prometer
un buen porvenir, si se plegaba a las exigencias de los dominadores árabes o
por lo menos se amoldaba a un cristianismo contemporizador, suave y cómodo, sin
extremismos fervorosos. No era de estos caracteres vividores, que quieren
servir a Dios y al mundo, ganar el cielo y la tierra al mismo tiempo. San Isaac
fue un joven resuelto y fervoroso. Renunció al cargo de exceptor y pidió ser admitido en el monasterio de Tébanos.
Tres años
llevaba entre los monjes, bajo la dirección espiritual del abad Martín, cuando
un día, bajo el impulso visible de la gracia, salió del monasterio y se fue a
la plaza pública de la ciudad.
Allí se sintió
profeta del Altísimo y empezó a demostrar a los musulmanes la falsedad de su
religión, exhortándolos a abrazar la única verdadera, que es la de Cristo.
Irritado el
auditorio fanático, se echó sobre el predicador y lo arrastró a la presencia
del cadí. Este quiso inducirlo a que se retractase de lo dicho y abjurase del
cristianismo. Isaac persistió en su fe; el público quería lincharlo; pero el
juez lo pudo defender, no sin evitar los golpes y los palos, y encerrarlo en la
cárcel, mientras avisaba al califa.
Abderramán se
enfureció con la osadía del monje y mandó inmediatamente que fuese decapitado.
El Santo dio su cuello a la espada el 3 de junio del año 851. Los verdugos
colgaron su cuerpo de un palo en la otra parte del río, a vista de la ciudad,
para que sirviera de escarmiento. Más con la vista del mártir, los cristianos
se enardecieron todavía más, pues muchos, siguiendo su ejemplo, se presentaron
espontáneamente ante el califa para confesar su fe con la sangre y el martirio.
En los cinco días
siguientes hubo hasta siete martirios. Permaneció colgando el cuerpo de san
Isaac hasta el domingo 12 de junio, en
que encendiendo una gran hoguera, fue reducido a cenizas, juntamente con los
cadáveres de los otros siete. Los restos fueron echados al río.
La racha de
los mártires continuó. El 5 de junio fue crucificado el joven Sancho, oriundo
de las Galias, cautivo primero de los sarracenos y discípulo de san Eulogio.
El 7 del mismo
mes se presentaron al juez otros siete monjes, entre ellos el anciano Jeremías, fundador del monasterio de
Tébanos.
“También
nosotros, dicen ante el cadí, sostenemos lo mismo que nuestros hermanos Isaac y
Sancho. Pronuncia, pues, la misma sentencia; haz alarde de tu crueldad y da
pábulo a tu furor en venganza de tu profeta. Confesamos que Cristo es verdadero
Dios, y Mahoma el Anticristo y el autor de un dogma falso. Nos dolemos de
vuestra gran ignorancia y lloramos el
que tangáis que pagar vuestros errores y maldades con tormentos eternos”.
El anciano
Jeremías fue muerto a azotes, y los demás, decapitados. Sus cuerpos los
colocaron en un palo y fueron quemados como fueron los de Isaac y
Sancho, y luego arrojadas las cenizas al Guadalquivir.
Publicado en Cuenca, 3 de
junio de 2020 y el 3 de junio de 2024.
Por: José María
Rodríguez González. Profesor e investigador histórico.
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FUENTES
CONSULTADAS:
-Año
Cristiano para todos los días del año. P. Juan Croisset. Logroño. 1851.-La casa de los santos. Carlos Pujol. Madrid. 1989.
-Año Cristiano. Juan Leal, S.J. Madrid. 1961.
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