Tengo que comenzar diciendo que todos los documentos históricos y arqueológicos estudiados hasta la fecha, nos encaminan a demostrar que tanto Juan como Pablo florecieron a mediados del siglo IV, desde el reinado de Constantino Magno hasta el Juliano el Apóstata, quien les hizo matar y ordenó que les sepultaran en su misma cada del monte Clelio, donde hoy se levanta la iglesia de san Juan y san Pedro, junto al Clivus Scauri, la calle más antigua de Roma.
Su nacimiento se podría fijar en la primera o segunda decena del siglo IV, por el tiempo en que Constantino concede la paz a la Iglesia, en el año 313.
En la
inscripción de san Dámaso se dice que eran hermanos y de familia ilustre. Parece
cierto que militaron en las legiones de Constantino, en cuyo tiempo recibieron
el bautizo y, por su valeroso comportamiento, fueron nombrados oficiales de la
guardia noble de palacio. Aquí trabaron amistad íntima con Joviniano, capitán
de las guardias imperiales y sucesor de Juliano en el imperio.
Todo esto nos
hace sospechar que Juan y Pablo pasaron una gran parte de su vida en Oriente y
probablemente permanecieron en Constantinopla hasta que muertos los hijos de
Constantino, hasta que subió al trono Juliano, el Apóstata. Entonces nuestros santos
renunciaron de sus cargos militares y se retiraron a su ciudad natal de Roma,
donde poseían una casa sobre el monte Celio. Allí se dedicaron a la práctica
intensa de la virtud cristiana, en oración y obras de caridad.
Juliano tuvo
empeño en que volvieran a sus cargos y les mandó aviso por Terencio, capitán de
cohorte. Nuestros santos se excusaron, y Juliano, irritado por el desprecio,
mandó que fuesen decapitados secretamente en su propia casa, aunque se debía
correr la voz de que habían sido desterrados como enemigos del Imperio.
La cronología
no se puede tomar al pie de la letra pues la historia queda incompleta al no
haber acta que certifique el martirio en su propia casa y como la muerte fue
secreta la sepultura también, parece que fueron sepultados dentro del mismo
recinto urbano, a diferencia de los otros mártires que eran siempre guardados
fuera de los muros, todo ello en contra de la costumbre universal lo que hace
difícil su veracidad.
San León Magno
levantó en su honor una basílica y un monasterio en el Vaticano. La casa donde
fueron martirizados se convirtió muy pronto en un santuario por obra del
senador Bizante y su hijo san Panmaquio amigo de san Jerónimo.
En los
subterráneos de la actual iglesia se descubrieron en 1887 las ruinas de la
primitiva casa de los mártires, que costaba, cosa rara entones de dos plantas. En
ella se ven hoy día tres grupos de edificios: uno con carácter de palacio y
ornamentación pagana de pájaros, pavos reales y geniecillos con coronas de
flores; otro cristiano, con los símbolos del pez y de la paloma, el vaso de leche
y las ovejas, tan frecuentes en las catacumbas. En un fresco se ven también los
santos Juan y Pablo con ángeles y la tienda, símbolo del paraíso. Cerca se
hallan Crispo, Crispiniano y Benita con los ojos vendados, en espera de la
decapitación. El tercer departamento es un oratorio.
La inscripción
de san Dámaso se conserva sólo en parte y dice así: “Pablo y Juan de ilustre
prosapia… dieron juntos la vida unidos por el casto vínculo de la fe. Fueron
vasallos fieles del Rey de la eterna mansión. Los dos hermanos tuvieron la
misma casa y la misma fe; ahora en el cielo ciñen la misma corona inmortal.
Sabed que Dámaso tejió el panegírico de los dos hermanos para que el pueblo
cristiano aprenda a celebrar los nuevos Patronos”.
La historia
centenaria de la Casa Celimontana de los dos hermanos Juan y Pablo nos muestra
que la santidad de la Iglesia no es un simple recuerdo histórico de ilustres
antepasados, sino agua límpida que constantemente corre y fertiliza el suelo
del pueblo cristiano.
Publicado en Cuenca, 26 de
junio de 2020 y el 26 de junio de 2024.
Por: José María
Rodríguez González. Profesor e investigador histórico.
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