Al llegar a Belén José y María,
encontraron el pueblo lleno de gente que de todas partes venían a empadronarse.
Todas las posadas estaban ocupadas; por mucho que buscaron no hallaron albergue
ni mesón, porque viéndolos tan pobres, todos los despreciaban, sin haber quien
los acogiese ni se compadeciese de ellos. Se vieron forzados a retirarse a un
establo o cueva de las afueras de Belén, donde solían acogerse, en momentos de
necesidad, los pastores.
Sigamos a José y María, y
entremos con ellos en aquel vil y pobre lugar. Es una cueva abierta en la roca
y mide unos cuarenta pies (*) de largo por doce de ancho. Allí, junto al
pesebre, están la mula y el buey anunciados por el profeta; son testigos mudos
del divino misterio que la mansión de los hombres se ha negado a albergar. A
este asilo se acogen San José y la Virgen María. Envueltos están en manto de
silencio y de tinieblas. La Virgen dispone los pañales que abrigarán los
miembros del Divino Niño. Puesta en oración, aguarda el instante en que al fin
verán sus ojos al bendito fruto de sus purísimas entrañas, y le será dado
besarle y acariciarle con todo el amor de su corazón.
Es la media noche. La Virgen
entiende que se acerca la hora suprema. Su maternal corazón se inunda de
inefables delicias y se enajena en un éxtasis de amor. De pronto, traspasando
con su omnipotencia las puertas del seno materno, como franquear la piedra del
sepulcro, el Hijo de Dios, Hijo de María, aparece reclinado en el suelo a vista
de su Madre, y levanta hacia ella sus bracitos como para abrazarla, y vuelve
sus dulces y alegres ojillos a mirarla. María ha dado a luz a su primogénito,
único Hijo, sin sentir los dolores y pesadumbres del parto, así como el sol da
su luz y las flores su fragancia. La Virgen Madre adora al Divino Niño que le
mira sonriendo, lo estrecha contra su corazón, le envuelve en aquellos pañales
que le tenía preparados, lo acuesta en el pesebre, e inclinándose sobre la cuna
de su hijo, la feliz Madre –escribe San Efrén- le dice con amoroso arrullo: “¿De dónde a mí el haber dado a luz a quien
siendo uno se multiplica por doquier, a quien siendo tan inmenso tango yo tan
pequeño en mis brazos, a quien es todo mío y está entero en todas partes? El
día en que Gabriel se abajó hasta mi miseria, de sierva que era bien a ser
princesa. Tú del Rey, me trocaste de pronto en hija del Rey Eterno. Humilde
esclava era yo de tu divinidad, y ahora soy Madre de tu humanidad, ¡Oh Hijo y
Señor mío! De entre todos los descendientes de David escogiste a esta pobre
doncella y la ensalzaste hasta el cielo empíreo donde reinas por los siglos de
los siglos…”
San José adora con María. El
cielo se entreabre sobre la cueva de Belén y los primeros deseos de Jesús
ascienden hasta su eterno Padre; sus primeros quejidos, sus primeros y suaves
vagidos los oye la Divina Majestad como ofrenda y preparan ya la salvación del
linaje humano.
¡Feliz cueva de Belén, testigo de
semejantes maravillas! ¿Quién de nosotros no enviaría gustoso a ella su corazón
en este día? Allí cantan el oficio de Navidad los hijos de San Francisco, el
amante apasionado de la pobreza de Jesús en su nacimiento, y besan reverentes
el suelo, en el lugar de la cueva donde se leen estas palabras grabadas con
letras de oro: “Hic de Virgine Maria
Jesus Chistus natus est – Aquí nació Jesucristo de Santa María Virgen”.
Publicado en Cuenca, 24 de diciembre de 2018 y el 24 de diciembre de 2023.
Por: José María Rodríguez González. Profesor
e investigador histórico.
(*) Un pie es una unidad de longitud, se basa en el pie de
los humanos. Se trata de una medida que fue empleada por numerosas
civilizaciones antiguas. Un pie equivale a 0,3048 metros, podemos decir que un
metro tiene aproximadamente tres pies.
- Relato tomado del libro “Festividades del año litúrgico.
Editorial Luis Vives, S.A. Zaragoza. 1945
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