viernes, 10 de abril de 2020

Agua y Sangre.

El proceso de enterramiento de Jesús, tras su muerte.

Hoy Sábado de Pasión, celebramos un momento importante. Al fin Cristo ha muerto y de la manera y como lo han exigido los jefes del pueblo, pero ni siguiera el último grito les ha despertado. “Todos, dice Lucas en su evangelio, se retiraban golpeándose el pecho” (Lc. 23); ¿pero es que dentro de esos pechos hay corazones que palpitan de veras por el gran corazón que se ha detenido? No hablan, apresuran la marcha hacia sus casas, a la cena de Pascua; tal vez fuera más importante para aquellos judíos su fiesta sublime, que el acto de amor que se acababa de desarrollado en el Gólgota.

Pero un extranjero, el centurión Petronio, que había asistido silencioso al suplicio, reacciona y suben a su boca las palabras de Claudio Prócula: “¡Realmente este hombre era justo!” (Lc.23,47). No conoce el verdadero nombre del que ha muerto, pero al menos sabe con certeza, que no es un malhechor. Es el tercer testimonio romano a favor de la inocencia de aquel, por medio de los Apóstoles será eternamente romano.

Los judíos no piensas en palinodias. En cambio piensan que la Pascua sería echada a perder si no se llevan pronto las carroñas sanguinolentas. El día y, apenas se oculta el sol, empezará el gran sábado. Por eso mandan donde Pilatos, pidiéndole haga romper las piernas de los condenados y los hagan enterrar. Recibida la orden, los soldados se acercan a los ladrones y les rompen las rodillas y los muslos a golpes de clava. A Jesús lo habían visto morir y se podían ahorrar el trabajo de los mazazos. Pero uno de ellos, empuñando una lanza, descargó un tremendo golpe al costado; y vio, con asombro, que de la herida salía sangre y agua.
Cristo yaciente. S. XVI. Capilla del Doctor Muñoz. Catedral de Cuenca.

Ese soldado se llamaba Longines y se dice que algunas gotas de esa sangre le cayeron en los ojos, que tenía enfermos y al punto sanaron. El martirologio cuenta que desde ese día, Longines creyó en Cristo y fue monje durante veinticinco años en Cesárea, hasta que, por causa de su fe, le cortaron la cabeza.

Claudia Procula, el legionario compasivo que mojó, por última vez, los labios de Cristo; el centurión Petronio y Longines son los primeros gentiles que adoptaron a Cristo el mismo día en que Jerusalén lo expulsaba.

A Cristo nunca le faltaron amigos y dos de ellos se hicieron presentes precisamente al oscurecer del viernes. Eran dos ilustres personas, dos notables de Jerusalén, dos miembros del Sanedrín: José de Arimatea y Nicodemus.

José de Arimatea se presenta ante Pilatos y le pide el cuerpo de Jesús. Pilatos, maravillado de que ya hubiese muerto, llamó a Petronio, que había presidido la ejecución, y oído su informe donó el cuerpo al Sanedrín.

José obtenido el permiso, fue por una sábana blanca y por vendas y se encaminó al lugar del suplicio. En el camino se encontró con Nicodemus, que traía consigo, en hombros de un criado, cien libras de una mistura de mirra y de áloe para embalsamar el cuerpo de Jesús.

Y llagados a la cruz, mientras los soldados desclavaban a los dos ladrones para arrojarlos al osario común de los condenados, se pusieron a la obra de desclavar a Jesús.

José, ayudado por Nicodemus y por algún otro, sacó con trabajo, tan remachados clavos de los pies. La escalera que había quedado allí, es sirvió para que uno de ellos subiera y quitara los calvos de las manos, apoyando el cuerpo muerto. Ya desprendido de la cruz, sobre su espalda para que no se cayese. Después los otros ayudaron a bajarlo y el cadáver fue colocado en el regado de la Dolorosa que lo había dado a luz.
Piedad de Anaya. S.XV. Capilla de San Bartolomé.
Catedral de Cuenca.

Luego se encaminaron todos hacia un huerto vecino, donde había una grupa destinada para sepultura de Jesús. El huerto era del rico José de Arimatea y la gruta la había hecho excavar para sí y para los suyos.

Apenas llegados al huerto, los dos hombres sacaron agua del pozo y lavaron el cadáver. Las tres Marías, más expertas y delicadas que los hombres, se atareaban a fin de que el entierro, hecho a escondidas y apresuradamente, no resultara indigno de aquel a quien  lloraban. Les tocó a ellas el sacarle de la cabeza la injuriosa corona de espinas de los legionarios de Pilatos y arrancar las espinas que se habían hincado en la piel. También a ellas les tocó desenredar y ensortijar los cabellos embadurnados de sangre; y le cerraron los ojos que las habían mirado tantas veces.

Terminado de lavar el cuerpo, sobre él fue impregnado los perfumes de Nicodemus y sin escatimar, pues eran abundantes, y con ellos se taparon también las negras cicatrices dejadas por los clavos.

Después, cuando las cien libras de Nicodemus hubieron cubierto a Jesús como una colcha olorosa, la sábana fue atada alrededor del cuerpo con largas vendas de hilo, la cabeza fue envuelta en un sudario y sobre el rostro, luego que todos lo hubieron besado en la frente, fue extendido otro paño.

La gruta estaba abierta y no tenía más que un sitio donde aposentar un cadáver, pues aún no había servido a nadie. Los dos miembros del Sanedrín recitaron en voz alta, según costumbre, el salmo mortuorio (Salmo 91) y finalmente, depositaron el cándido envoltorio en el interior de la cueva, cerraron la apertura con una gran piedra y se alejaron taciturnos, seguidos de todos los demás.

Cuenca, 10 de abril de 2020.

José María Rodríguez González. Profesor e investigador histórico.

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-El Evangelio de la madre. E. Enciso. Madrid. 1943

-Historia de Cristo. Versión española. Mñor. Agustín Piaggio. Editorial Lux. Santiago de Chile.1923.




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