El proceso de
enterramiento de Jesús, tras su muerte.
Hoy Sábado de
Pasión, celebramos un momento importante. Al fin Cristo ha muerto y de la
manera y como lo han exigido los jefes del pueblo, pero ni siguiera el último
grito les ha despertado. “Todos, dice Lucas en su evangelio, se retiraban
golpeándose el pecho” (Lc. 23); ¿pero es que dentro de esos pechos hay
corazones que palpitan de veras por el gran corazón que se ha detenido? No
hablan, apresuran la marcha hacia sus casas, a la cena de Pascua; tal vez fuera
más importante para aquellos judíos su fiesta sublime, que el acto de amor que
se acababa de desarrollado en el Gólgota.
Pero un
extranjero, el centurión Petronio, que había asistido silencioso al suplicio,
reacciona y suben a su boca las palabras de Claudio Prócula: “¡Realmente este hombre era justo!”
(Lc.23,47). No conoce el verdadero nombre del que ha muerto, pero al menos sabe
con certeza, que no es un malhechor. Es el tercer testimonio romano a favor de
la inocencia de aquel, por medio de los Apóstoles será eternamente romano.
Los judíos no
piensas en palinodias. En cambio piensan que la Pascua sería echada a perder si
no se llevan pronto las carroñas sanguinolentas. El día y, apenas se oculta el
sol, empezará el gran sábado. Por eso mandan donde Pilatos, pidiéndole haga romper
las piernas de los condenados y los hagan enterrar. Recibida la orden, los
soldados se acercan a los ladrones y les rompen las rodillas y los muslos a
golpes de clava. A Jesús lo habían visto morir y se podían ahorrar el trabajo
de los mazazos. Pero uno de ellos, empuñando una lanza, descargó un tremendo
golpe al costado; y vio, con asombro, que de la herida salía sangre y agua.
Cristo yaciente. S. XVI. Capilla del Doctor Muñoz. Catedral de Cuenca. |
Ese soldado se
llamaba Longines y se dice que algunas gotas de esa sangre le cayeron en los
ojos, que tenía enfermos y al punto sanaron. El martirologio cuenta que desde
ese día, Longines creyó en Cristo y fue monje durante veinticinco años en
Cesárea, hasta que, por causa de su fe, le cortaron la cabeza.
Claudia
Procula, el legionario compasivo que mojó, por última vez, los labios de
Cristo; el centurión Petronio y Longines son los primeros gentiles que
adoptaron a Cristo el mismo día en que Jerusalén lo expulsaba.
A Cristo nunca
le faltaron amigos y dos de ellos se hicieron presentes precisamente al
oscurecer del viernes. Eran dos ilustres personas, dos notables de Jerusalén,
dos miembros del Sanedrín: José de Arimatea y Nicodemus.
José de
Arimatea se presenta ante Pilatos y le pide el cuerpo de Jesús. Pilatos,
maravillado de que ya hubiese muerto, llamó a Petronio, que había presidido la
ejecución, y oído su informe donó el cuerpo al Sanedrín.
José obtenido
el permiso, fue por una sábana blanca y por vendas y se encaminó al lugar del
suplicio. En el camino se encontró con Nicodemus, que traía consigo, en hombros
de un criado, cien libras de una mistura de mirra y de áloe para embalsamar el
cuerpo de Jesús.
Y llagados a
la cruz, mientras los soldados desclavaban a los dos ladrones para arrojarlos
al osario común de los condenados, se pusieron a la obra de desclavar a Jesús.
José, ayudado
por Nicodemus y por algún otro, sacó con trabajo, tan remachados clavos de los
pies. La escalera que había quedado allí, es sirvió para que uno de ellos
subiera y quitara los calvos de las manos, apoyando el cuerpo muerto. Ya desprendido
de la cruz, sobre su espalda para que no se cayese. Después los otros ayudaron
a bajarlo y el cadáver fue colocado en el regado de la Dolorosa que lo había
dado a luz.
Piedad de Anaya. S.XV. Capilla de San Bartolomé.
Catedral de Cuenca.
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Luego se
encaminaron todos hacia un huerto vecino, donde había una grupa destinada para
sepultura de Jesús. El huerto era del rico José de Arimatea y la gruta la había
hecho excavar para sí y para los suyos.
Apenas
llegados al huerto, los dos hombres sacaron agua del pozo y lavaron el cadáver.
Las tres Marías, más expertas y delicadas que los hombres, se atareaban a fin
de que el entierro, hecho a escondidas y apresuradamente, no resultara indigno
de aquel a quien lloraban. Les tocó a
ellas el sacarle de la cabeza la injuriosa corona de espinas de los legionarios
de Pilatos y arrancar las espinas que se habían hincado en la piel. También a
ellas les tocó desenredar y ensortijar los cabellos embadurnados de sangre; y le
cerraron los ojos que las habían mirado tantas veces.
Terminado de
lavar el cuerpo, sobre él fue impregnado los perfumes de Nicodemus y sin
escatimar, pues eran abundantes, y con ellos se taparon también las negras cicatrices
dejadas por los clavos.
Después,
cuando las cien libras de Nicodemus hubieron cubierto a Jesús como una colcha
olorosa, la sábana fue atada alrededor del cuerpo con largas vendas de hilo, la
cabeza fue envuelta en un sudario y sobre el rostro, luego que todos lo
hubieron besado en la frente, fue extendido otro paño.
La gruta
estaba abierta y no tenía más que un sitio donde aposentar un cadáver, pues aún
no había servido a nadie. Los dos miembros del Sanedrín recitaron en voz alta,
según costumbre, el salmo mortuorio (Salmo 91) y finalmente, depositaron el
cándido envoltorio en el interior de la cueva, cerraron la apertura con una
gran piedra y se alejaron taciturnos, seguidos de todos los demás.
Cuenca, 10 de
abril de 2020.
José María Rodríguez
González. Profesor e investigador histórico.
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-El
Evangelio de la madre. E. Enciso. Madrid. 1943
-Historia
de Cristo. Versión española. Mñor. Agustín Piaggio. Editorial Lux. Santiago de
Chile.1923.
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