Desde el
principio de los tiempos, el agua se ha vinculado a los misterios de la
existencia humana. En cuentos y leyendas populares, es un fluido mágico que da
la vida, cura las enfermedades y otorga juventud, sabiduría e inmortalidad.
Muchas civilizaciones antiguas desarrollaron cultos del agua, en la creencia de
que los sonidos y movimientos de los arroyos al fluir señalaban la presencia de
un espíritu vivo.
Sociedades
posteriores –incluyendo a los griegos, los romanos y los japoneses- valoraron
en gran medida las propiedades restauradoras del agua. Los romanos en
particular apreciaron como tesoros los aparentemente milagrosos poderes de las
fuentes termales naturales y de las aguas ricas en minerales. Los baños
diarios, creían, podían literalmente lavar afecciones tales como la lepra, los
tumores, la esterilidad y la melancolía. Con el tiempo surgió una elaborada
tradición de baños públicos, diseñada para promover la salud, asegurar una
larga vida y potenciar la belleza física.
A medida que
el Imperio Romano se extendía, también lo hicieron los baños públicos. Hoy, en
muchas ciudades de Europa occidental, la tradición continúa en el mismo lugar
en el que una vez hubo un baño romano. En la antigüedad, el complejo se
enorgullecía de poseer un gran baño para el emperador, una cámara igualmente espléndida
para sus soldados, y una tercera piscina para los caballos. Los caballos ya no
son bienvenidos, pero más de 600.000 personas acuden a las piscinas públicas de
Balen-Baden cada año, para sumergirse en una antigua tradición.
Muchos buscan
alivio para un variado abanico de enfermedades –aunque los médicos no están de
acuerdo en lo que se refiere a los beneficios terapéuticos de los baños de
agua-, mientras que otros simplemente buscan la oportunidad de relajarse y
rejuvenecer en las cálidas y transparentes aguas.
Cuenca, 15 de
abril de 2020.
José María
Rodríguez González. Profesor e investigador histórico.
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