Después de la Pascua empieza la tarea de los días
pobres e iguales. Dos amigos de Jesús de aquellos que estaban en casa con los
discípulos, debían dirigirse aquella mañana, para sus quehaceres a Emaús,
pueblo que dista de Jerusalén un par de horas de marcha. Se pusieron en camino
apenas habían vuelto Simón y Juan del sepulcro vacío. Todas aquellas noticias
asombrosas los habían atontado un poco, pero sin llegar a persuadirlos de la
verdad de un hecho tan portentoso e inesperado.
Iban hablando entre ellos cuando la tarde inclinaba
y vieron que les seguía un hombre. Se detuvieron, como es costumbre para
saludarlo y el viajero se unió a ellos. No les parecía cara desconocida, pero
no recordaban quien podría ser. El recién acompañante en vez de responder a sus
preguntas mudas, preguntó:
-¿Qué pláticas son esas que tenéis mientras
camináis? Cleofás, que debía ser el más viejo, con conmovida sorpresa,
contestó: -¿Tú eres el único forastero en Jerusalén que no sabe lo que ha
sucedido allí en estos días? –Lo de Jesús Nazareno, que fue un profeta poderoso
en obras y palabras delante de Dios y de todo el pueblo; y como le han
entregado los sumos sacerdotes y nuestros magistrados a sentencia de muerte y
le han crucificado. Y nosotros estábamos creídos que él era quien iba a redimir
a Israel; pero es el caso que ya está pasado el tercer día que sucedió todo
esto. Es verdad que unas mujeres de entre los nuestros nos han espantado,
porque habiendo ido esta madrugada al sepulcro, y no habiendo encontrado su
cuerpo, han vuelto diciendo que también han visto una visión de ángeles que
afirmaban que él está vivo. Y algunos de los nuestros han ido al sepulcro y lo
han hallado todo como decían las mujeres. Más a él no le han visto.
Entre tanto habían llegado a las primeras casas de
Emaús y el peregrino hizo ademán de
continuar y ellos le invitaron a quedarse. –Quédate con nosotros, porque se
hace tarde y va cayendo el día. Y tú también estarás cansado y es hora de comer
algún bocado.
Cuando estuvieron sentados a la mesa, el huésped que
estaba en el medio, tomó el pan, lo partió y dio un poco a cada uno de los dos
amigos. Al ver aquello, lo ojos de Cleofás
y del otro se abrieron, dieron un brinco, pálidos, lívidos y al fin
reconocieron a Jesús. No tuvieron tiempo ni para besarlo siquiera, que desapareció
de su vista.
Así en ayunas deshicieron el camino hecho y
llegaron ya de noche a Jerusalén. Y mientras caminaban se decían: - ¿Por ventura
no estaba ardiendo nuestro corazón en nuestro pecho, mientras nos hablaba en el
camino y nos explicaba los profetas?
Estaban los apóstoles reunidos, terminando de comer
los últimos bocados de la cena improvisada y triste, cuando se presentó ante la
mesa Jesús resplandeciente. Los miró uno a uno y les dijo: ¡La paz sea con
vosotros! Ningún discípulo contestó. El asombro podía más que la alegría. El
resucitado leyó en sus rostros la duda que dominaba a casi todos, la pregunta
que no se atrevían a formular con palabras.
Indudablemente era él, con su rostro, con su voz,
con los rasgos irrecusables de su crucifixión; y sin embargo, se advertía algo
de cambiado, en el aspectos, que hubieran sido incapaces de describir.
Para disipar las últimas dudas, Jesús preguntó:
-¿-Tenéis algo que comer?
Había sobrado en un plato un trozo de pescado
asado. Simón lo empujó ante el Maestro, que se aproximó a la mesa y comió el
pescado con un trozo de pan, mientras todos lo miraban fijamente, como si fuera
la primera vez que lo veían comiendo.
A medida que hablaba las caras de los discípulos se
iluminaban con una olvidada esperanza, y los ojos les brillaban como a los
ebrios. Era aquella la hora de mayor consuelo después del aniquilamiento de
esos días. Su presencia indubitable demostraba que lo increíble era cierto, que
Dios no los había abandonado y no los abandonaría más.
No había participado de esa cena Jonás, llamado el
Mesías. Pero al día siguiente sus amigos corrieron por él, concitados todavía
por las palabras de Jesús.
-Hemos visto al Señor, le decían; era realmente él
y nos ha hablado, y ha comido con nosotros como un vivo.
Capilla de santa Barbara. Siglo XVIII.
Catedral de Cuenca.
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Tomas les dijo entonces ante aquellas afirmaciones:
¡Si no veo en sus manos la marca de los clavos y meto mi dedo en el agujero de
los clavos y mi mano en el costado, no creeré! (Jn.20, 25).
Ocho días después, los discípulos se hallaban en la
misma casa de la vez pasada; y Tomás estaba con ellos. Había esperado, todos
esos días, que le fuera concedido también a él ver al Resucitado, y alguna vez
temblaba, pensando que, acaso, su respuesta era la razón que le tenía alejado.
Más he ahí, que de repente, una voz desde la puerta, dice: -¡Paz a vosotros!
Jesús está allí y busca con los ojos a Tomás. Ha
venido por él, solamente por él, porque el amor que le profesa es más fuerte
que todas las ofensas. Y lo llama por su nombre y se le acerca para que lo vea
bien, cara a cara.
-Trae acá tus dedos y mira mis manos; y trae tu
mano y métela en mi costado. Y no seas incrédulo sino fiel. Tomas obedeció
temblando y gritó: -¡Señor mío y Dios mío!.
-Tomas, porque me has visto has creído,
bienaventurados los que no han visto y han creído (Jn.20,29).
Dice una leyenda antigua que su mano quedó roja de
sangre hasta la muerte. Leyenda verdadera de toda la verdad de su terrible
símbolo, si por ella comprendemos que la incredulidad puede ser una forma de
asesinato. El mundo está lleno de estos asesinos que han empezado por asesinar
la propia alma.
Cuenca, 13 de abril de 2020.
José María Rodríguez González. Profesor e
investigador histórico.
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-El
Evangelio de la madre. E. Enciso. Madrid. 1943
-Historia
de Cristo. Versión española. Mñor. Agustín Piaggio. Editorial Lux. Santiago de
Chile.1923.
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