Reflexiones para una
Semana Santa en Casa.
Aquellos trece
hombres, pues contamos con Jesús entre los doce, parecen reunidos para observar
el viejo rito convival que rememora la liberación de su pueblo de la miseria de
Egipto. Al verlos, parecen trece campesinos de observantes que esperan, ante la
blanca mesa que huele a cordero asado y a vino, la señal para comenzar una cena
íntima y festiva.
Pero sólo aparentemente. En cambio es una víspera de
despedidas y de separaciones. Dos de esos trece –el que tiene dentro de sí a
Dios y el que tiene a Satanás- morirán antes que sea noche otra vez, de muerte
espantosa. Los otros se dispersarán, mañana, como los segadores a la primera
caída de granizo.
Pero aquella
cena, que es el viático de un fin, es también un maravilloso principio. La
celebración de la pascua judaica está por transfigurarse, en medio de aquellos
trece judíos, en algo incomparablemente más alto y universal, en algo imposible
de igualar, en algo inefable: en el gran Misterio Cristiano.
La Pascua,
para los hebreos, no es más que una fiesta conmemorativa de la fuga de Egipto.
Aquella evasión victoriosa de la abyección, de la dependencia, acompañada de
tantos prodigios, guiada por el patrocinio de Dios, no fue jamás olvidada por
aquel pueblo el cual, no obstante, debía sentir sobre su cuello el yugo de
otras cautividades y someterse a la vergüenza de otras deportaciones. Para
perenne recuerdo del precipitado Éxodo, fue prescrita una festividad anual que
tomó el nombre de Paso: Pesach, Pascua.
Era una especie de banquete que debía evocar el recuerdo de la comida
improvisada y precipitada de los fugitivos. Un corderito o un cabrito asado al
fuego, es decir de la manera más sencilla y rápida; el pan será sin levadura,
porque no había tiempo para que la pasta
leudara. Y comerán ceñida la cintura calzadas las sandalias, bastón en mano y
de prisa, como gente que está por emprender viaje. Las yerbas amargas, son las
pobres verduras salvajes, arrancadas por los fugitivos, a medida que se marcha,
para engañar el hambre de la interminable peregrinación. La salsa roja en la
que se moja el pan recuera los ladrillos que los esclavos judíos debían cocer
para el Faraón. El vino es una golosina: la alegría de la salvación la promesa
de las vides esperadas, la embriaguez del agradecimiento al Eterno.
Santa Cena. Capilla de Santa Elena. Obra de Jamete. Siglo XVI
Catedral de Cuenca. Foto: Chema Rodríguez.
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Jesús no
altera el orden del ágape tantas veces secular. Después de la oración, hace
pasar de mano en mano la copa de vino, invocando el nombre de Dios. Luego da a
cada uno las yerbas amargas y escancia otra copa, que da la vuelta a la mesa,
bebiendo cada uno un sorbo. ¿Qué sabor tendrá aquel vino en boca del traidor
cuando Jesús, en el pasado silencio, pronuncia las palabras de nostalgia y de
esperanza que no son para Judas sino para aquellos solo que podrán subir al
eterno banquete del Paraíso?
-“Tomad y
bebed, porque yo os digo que de hoy más no beberé de este jugo de la vid hasta
el día que lo beba nuevo con vosotros en el reino de Dios” (Mt.26,29).
Entonces
Jesús, que ve la insuficiencia de su conocimiento, toma de sobre el mantel los
panes, los bendice, los rompe y, en el acto de dar un bocado a cada uno, pone
ante los ojos de ellos la verdad: -“Tomad, comed: éste es mi cuerpo que es,
dado por vosotros, haced esto en memoria de mí”(Mt.26,26).
Y apenas
hubieron comido el cordero con el pan y con las yerbas amargas, Jesús llenó por
tercera vez el cáliz y lo alcanzó al más próximo: -“Bebed de éste todos, porque
ésta es mi sangre, la sangre del Nuevo Testamento, que es derramada por muchos”
(Mt.26,28).
También Judas
ha mordido ese pan y ha tragado ese vino –ha gustado de ese cuerpo de que ha
hecho comercio, ha bebido esa sangre que él ayudará a derramar, pero no se ha
sentido con fuerza para confesar su infamia, para arrojarse con el rostro a
tierra, llorante, a los pies del que había llorado con él . Entonces el único
amigo que le queda a Judas le advierte: -“En verdad, en verdad os digo, que uno
de vosotros me va a entregar” (Mt.26,21).
Los once, que
tendrán valor para abandonarlo solo en medio de los esbirros de Caifás, pero
que nunca hubieran pensado en venderlo por dinero, se estremecen y cada uno
mira a los otros en la cara con nueva aprehensión, casi con el terror de ver en
el compañero la lividez que causa. Y todos, uno después del otro preguntan:
-¿Soy yo? ¿Acaso soy yo? También Judas consigue, escondiendo bajo las
apariencias del estupor ofendido la creciente confusión, emite la voz: -¿Acaso
soy yo, Maestro?...
La víctima
está pronta y los habitantes de Jerusalén verían el día después, un nuevo altar
de pino y hierro. Más los discípulos confundidos y soñolientos tal vez no
entendieron las alusiones funestas y las triunfantes de los viejos cánticos.
Terminado el
himno, salieron inmediatamente de la habitación y de la casa. Judas puesto
apenas el pie fuera, desapareció en la obscuridad de la noche. Los once
restantes siguieron, sin decir palabra, a Jesús, que se encaminaba, como las
otras noches, hacia el Monte de los Olivos.
Cuenca, 9 de
abril de 2020.
©José
María Rodríguez González. Profesor e investigador histórico.
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-El
Evangelio de la madre. E. Enciso. Madrid. 1943
-Historia
de Cristo. Versión española. Mñor. Agustín Piaggio. Editorial Lux. Santiago de
Chile.1923.
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