miércoles, 8 de abril de 2020

Tomad y comed.

Reflexiones para una Semana Santa en Casa.

Aquellos trece hombres, pues contamos con Jesús entre los doce, parecen reunidos para observar el viejo rito convival que rememora la liberación de su pueblo de la miseria de Egipto. Al verlos, parecen trece campesinos de observantes que esperan, ante la blanca mesa que huele a cordero asado y a vino, la señal para comenzar una cena íntima y festiva.

Pero sólo  aparentemente. En cambio es una víspera de despedidas y de separaciones. Dos de esos trece –el que tiene dentro de sí a Dios y el que tiene a Satanás- morirán antes que sea noche otra vez, de muerte espantosa. Los otros se dispersarán, mañana, como los segadores a la primera caída de granizo.

Pero aquella cena, que es el viático de un fin, es también un maravilloso principio. La celebración de la pascua judaica está por transfigurarse, en medio de aquellos trece judíos, en algo incomparablemente más alto y universal, en algo imposible de igualar, en algo inefable: en el gran Misterio Cristiano.

La Pascua, para los hebreos, no es más que una fiesta conmemorativa de la fuga de Egipto. Aquella evasión victoriosa de la abyección, de la dependencia, acompañada de tantos prodigios, guiada por el patrocinio de Dios, no fue jamás olvidada por aquel pueblo el cual, no obstante, debía sentir sobre su cuello el yugo de otras cautividades y someterse a la vergüenza de otras deportaciones. Para perenne recuerdo del precipitado Éxodo, fue prescrita una festividad anual que tomó el nombre de Paso: Pesach, Pascua. Era una especie de banquete que debía evocar el recuerdo de la comida improvisada y precipitada de los fugitivos. Un corderito o un cabrito asado al fuego, es decir de la manera más sencilla y rápida; el pan será sin levadura, porque no había tiempo para  que la pasta leudara. Y comerán ceñida la cintura calzadas las sandalias, bastón en mano y de prisa, como gente que está por emprender viaje. Las yerbas amargas, son las pobres verduras salvajes, arrancadas por los fugitivos, a medida que se marcha, para engañar el hambre de la interminable peregrinación. La salsa roja en la que se moja el pan recuera los ladrillos que los esclavos judíos debían cocer para el Faraón. El vino es una golosina: la alegría de la salvación la promesa de las vides esperadas, la embriaguez del agradecimiento al Eterno.
Santa Cena. Capilla de Santa Elena. Obra de Jamete. Siglo XVI
Catedral de Cuenca. Foto: Chema Rodríguez.

Jesús no altera el orden del ágape tantas veces secular. Después de la oración, hace pasar de mano en mano la copa de vino, invocando el nombre de Dios. Luego da a cada uno las yerbas amargas y escancia otra copa, que da la vuelta a la mesa, bebiendo cada uno un sorbo. ¿Qué sabor tendrá aquel vino en boca del traidor cuando Jesús, en el pasado silencio, pronuncia las palabras de nostalgia y de esperanza que no son para Judas sino para aquellos solo que podrán subir al eterno banquete del Paraíso?

-“Tomad y bebed, porque yo os digo que de hoy más no beberé de este jugo de la vid hasta el día que lo beba nuevo con vosotros en el reino de Dios” (Mt.26,29).

Entonces Jesús, que ve la insuficiencia de su conocimiento, toma de sobre el mantel los panes, los bendice, los rompe y, en el acto de dar un bocado a cada uno, pone ante los ojos de ellos la verdad: -“Tomad, comed: éste es mi cuerpo que es, dado por vosotros, haced esto en memoria de mí”(Mt.26,26).

Y apenas hubieron comido el cordero con el pan y con las yerbas amargas, Jesús llenó por tercera vez el cáliz y lo alcanzó al más próximo: -“Bebed de éste todos, porque ésta es mi sangre, la sangre del Nuevo Testamento, que es derramada por muchos” (Mt.26,28).

También Judas ha mordido ese pan y ha tragado ese vino –ha gustado de ese cuerpo de que ha hecho comercio, ha bebido esa sangre que él ayudará a derramar, pero no se ha sentido con fuerza para confesar su infamia, para arrojarse con el rostro a tierra, llorante, a los pies del que había llorado con él . Entonces el único amigo que le queda a Judas le advierte: -“En verdad, en verdad os digo, que uno de vosotros me va a entregar” (Mt.26,21).

Los once, que tendrán valor para abandonarlo solo en medio de los esbirros de Caifás, pero que nunca hubieran pensado en venderlo por dinero, se estremecen y cada uno mira a los otros en la cara con nueva aprehensión, casi con el terror de ver en el compañero la lividez que causa. Y todos, uno después del otro preguntan: -¿Soy yo? ¿Acaso soy yo? También Judas consigue, escondiendo bajo las apariencias del estupor ofendido la creciente confusión, emite la voz: -¿Acaso soy yo, Maestro?...

La víctima está pronta y los habitantes de Jerusalén verían el día después, un nuevo altar de pino y hierro. Más los discípulos confundidos y soñolientos tal vez no entendieron las alusiones funestas y las triunfantes de los viejos cánticos.

Terminado el himno, salieron inmediatamente de la habitación y de la casa. Judas puesto apenas el pie fuera, desapareció en la obscuridad de la noche. Los once restantes siguieron, sin decir palabra, a Jesús, que se encaminaba, como las otras noches, hacia el Monte de los Olivos.

Cuenca, 9 de abril de 2020.

©José María Rodríguez González. Profesor e investigador histórico.

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-El Evangelio de la madre. E. Enciso. Madrid. 1943
    -Historia de Cristo. Versión española. Mñor. Agustín Piaggio. Editorial Lux. Santiago de Chile.1923.


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