Se califica este día como uno de
los más grandes del año. En el libro del Levítico lo llaman celebérrimo y santísimo. Tal era tenido
ya en el Antiguo Testamento el carácter de eta fiesta. El mismo Señor la
instituyó cuando dijo a Moisés: “Cincuenta días después de Pascua, ofreceréis
nuevo sacrificio al Señor: Le consagraréis las primicias de la cosecha, y para
que la ofrenda le sea más agradable, le inmolaréis siete corderos son mácula,
un becerro y dos carneros. No haréis en aquel día obra ninguna servil”.
Venida del Espíritu Santo
Capilla del Espíritu Santo Catedral de Cuenca
|
Esta fiesta se llamó también
fiesta de las espigas o de las primicias, pues como la recolección del trigo en
Palestina se terminaba en aquella época del año, era conveniente que los
hebreos, en acción de gracias, ofreciesen a Dios los primeros frutos. En
Jerusalén se celebraba en el templo con intervención del Sumo Sacerdote.
Pero un gran acontecimiento debía
relazar aquella solemnidad. Siete semanas después de la salida de Egipto y
cincuenta días de Pascua, Dios se manifestó a Moisés en el monte Sinaí entre
relámpagos y truenos y mientras el pueblo estaba acampado al pie del monte,
asustado ante aquella terrible manifestación, el Señor le dio su santa ley. En dos tablas
grabó los diez mandamientos o Decálogo, base de toda legislación en los pueblos
civilizados.
El día ya tan santo que vio
aquella solemne promulgación había de ser día sagrado y por eso los judíos
nunca olvidaron de celebrarlo con esplendor casi igual al de la Pascua.
Acudían cada año en tropel a
Jerusalén desde toda Palestina y países limítrofes espléndidas manifestaciones
de fe y de religión.
Más, por solemne que fuese el
Pentecostés hebreo, era sólo imagen de otro más importante y más santo, el Pentecostés
cristiano donde el Espíritu Santo vendría, en forma de lenguas de fuego, sobre los
Apóstoles.
Cuarenta días antes templaban los
Apóstoles por miedo a los judíos, tenían cerradas y atrancadas las puertas del
Cenáculo. Pero apenas recibieron al Espíritu Santo quedaron repentina y
totalmente transformados. En un instante una luz admirable ilumina su mente y
alcanzan sin esfuerzo el conocimiento de las verdades que habrán de predicar a
los hombres, pues como dice San León: “Cuando es Dios el maestro, pronto se
aprende”.
Con la luz de la mente reciben el
Don de fortaleza, por virtud del cual los que en la Pasión de Cristo habían
huido cobardemente, no aguardan más que el momento de anunciar en público la divinidad de Jesús crucificado, y por encima de todo, sienten su corazón
abrasado del Divino Amor y arden del deseo de comunicarlo a todas las gentes.
Solamente entonces se convirtieron en verdaderos apóstoles, enviados de Cristo,
ministros de su palabra, sembradores de su doctrina y conquistadores de las
almas.
Publicado en Cuenca, 9 de junio de 2019 y 05 de junio de 2022
Por: José María Rodríguez González.
Profesor e investigador histórico.
No hay comentarios:
Publicar un comentario