Nació en el
año 675 en el reino de Wesse (Inglaterra) y su nombre de pila fue Winfrido.
Desde los siete años creció en el monasterio de Nutscell. A los veinte años era
ya un maestro famoso, que los abades se disputaban para dar a sus monjes la
enseñanza religiosa y profana.
A los cuarenta
quieren hacerle abad, pero él sueña con el apostolado misionero. Sabe que en el
centro y norte de Europa hay muchos pueblos bárbaros que no conocen a Cristo y
quieren llevarles la luz de la fe.
Su actividad
como misionero en el continente europeo se divide en tres períodos. En el
primer período (716-722) llega a Frisia lleno de entusiasmo, pero en la hora
menos favorable. Sus trabajos resultan casi estériles por la guerra entre
Ratbodo y Carlos Martel. Pasa a Roma para recibir la misión del Papa; va luego
a Turingia y a la provincia de Rhin, predica en Hesse y se convence que para el
buen suceso de sus trabajos necesita la dignidad episcopal y el auxilio de los
reyes francos.
El segundo
período (722-738) se caracteriza por sus triunfos y misiones felices. A fines
del año 723 está de nuevo en Roma, invitado por el Papa Gregorio II, que lo
consagra obispo de todas las tierras del norte y le cambia el nombre de
Winfrido por el de Bonifacio. Provisto de cartas de recomendación y de una
colección de cánones vuelve a predicar con mejores resultados en Hesse, donde
muchos abjuran sus errores.
San Bonifacio y la encina. |
Había aquí un
árbol gigantesco que los paganos llamaban la encina de Thor y se hallaba en
medio del campo de Geismar. Era objeto de un culto supersticioso y secular.
Bonifacio había decidido derribarlo. Una multitud de paganos estaban dispuestos
a matar al misionero si esto sucedía. El Santo apareció entre ellos sin la
menor muestra de temor; se dirigió hacia el árbol sagrado, y a los primeros
golpes se desencadeno un vendaval que arrojó la encina por tierra. La
muchedumbre se convenció de la vanidad de sus errores y de la verdad de la
religión de Bonifacio y en masa pedían el bautismo.
Extendió luego
sus trabajos a Turingia ayudado por muchos monjes anglosajones que acudían
constantemente a su llamamiento. Se fundaron monasterios como los de Fritzlas y
Fulda, iglesia, obispados.
El Papa
Gregorio III nombró a san Bonifacio arzobispo. De Inglaterra le llegaban
refuerzos constantes de sacerdotes y predicadores, ornamentos, campanas, libros
sobre todo. La abadesa Eadburga estaba encargada de transcribir las epístolas
de san Pablo con letra de oro “a fin de honrar las Santas Escrituras ante los
ojos carnales de los paganos”.
El tercer
período (738-754) es el de la organización. El 738 estuvo nuevamente en Roma.
Nombrado vicario apostólico de Alemania, se consagró a la organización de
aquella joven Iglesia, dividiendo las diócesis, formando las provincias
eclesiásticas, celebrando sínodos, dando leyes y dictando órdenes. Sobre todo
se esforzó por establecer una unión muy estrecha de las Iglesias alemanas en
Roma. En el año 748 considera terminada su misión y se establece en Maguncia: pero
inclinado a las misiones, volvió a Frisia, donde había derramado los primeros
sudores. En el año 755, enfermo y achacoso, se embarcó hasta Utrech, donde
convirtió muchos miles de hombres y mujeres. El 5 de junio debían recibir la
imposición de las manos. Todo estaba preparado para la Misa Pontifical. En vez
de los neófitos, llegaron guerreros dispuestos a acabar con el Apóstol. Se
arrojaron sobre él y lo mataron. Su cuerpo fue recogido por los cristianos y
llevado a Maguncia. Junto a él y teñida con su sangre, se encontró una copia
del libro de san Ambrosio sobre las ventajas de la muerte.
Antes de
partir para esta última misión había dicho a sus discípulos: “Yo me voy porque el día de mi tránsito está
cercano. Deseo ansiosamente esta partida y nada puede apartarme de ella. Así,
pues, preparad todas las cosas y en el cofre de los libros colocad el lienzo en
que habéis de envolver mi cuerpo”.
Fue enterrado,
cumpliendo su voluntad, en el monasterio de Fulda. San Bonifacio es un apóstol
completo; no le faltó ni el heroísmo del mártir, ni la intrepidez del misionero,
ni la grandeza de los milagros y de la palabra, ni la bella aureola de la gracia
y de la bondad que supo plegarse a su época para dominarla y hacerla cristiana.
Su oficio lo extendió el Papa Pío IX a toda la Iglesia.
Publicado en Cuenca, 5 de
junio de 2020.
Por: José María Rodríguez González. Profesor e investigador
histórico
No hay comentarios:
Publicar un comentario