Todos hemos
oído hablar de San Martín de Tours por la gran popularidad que cogió y del que
en Cuenca tenemos una iglesia dedica a él. Pues como nuestro San Martín de
Tours, éste nació en las lejanas tierras de Panonia, en la actual Hungría, y
fue monje en Palestina, donde debió de familiarizarse con la espiritualidad de
los padres del desierto, sobre la que posteriormente compuso una especie de
resumen a modo de enseñanza.
Pero este solitario, de quien todos hablan como hombre muy docto que conocía bien griego
y latín, y que dominaba los autores paganos como Cicerón y Séneca, tenía
inquietudes itinerantes, y –nos dice en su propio epitafio que escribió en
verso- “movido por el impulso de Dios” emprendió un largo viaje.
Se supone que
estuvo primero en Roma, luego visitó la Galia y el sepulcro de su paisano el
otro Martín de Tours, allí conoció a san Gregorio, y por fin, “atravesando lo
sanchos mares”, según sus propias palabras, fue al reino de los suevos, en
Galicia, donde consiguió la conversión del rey Teodomiro que era arriano.
En el año 550
funda el monasterio de Dumio, cerca de Braga, en el norte de lo que hoy es
Portugal, en el 570 es arzobispo de Braga, y tras asentar el catolicismo en el
ángulo noroccidental de la península, sin duda muere allí dejando un imborrable
recuerdo de varón sabio y piadoso.
El apóstol de
los suevos, a pesar de las escasas noticias que de él se tienen, resulta un
hombre múltiple y complejo: monje y viajero, católico y moralista con ecos de
Séneca, poeta que sabía componer hexámetros virgilianos, y preocupado por la
evangelización de los campesinos idólatras, sobre cuyas supersticiones escribió
el curioso tratado De correctione
rusticorum.
“Restauré la
religión y las cosas sagradas”, dice en su epitafio, y la formula basta para
justificar su vida y sus afanes de santidad. Murió en el año 580.
N
José María
Rodríguez González. Profesor e investigador histórico.
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