El Martirologio
de hoy menciona a dos Santos del mismo nombre. Uno es San Severiano, obispo de
Nápoles y mártir. Pero este San Severiano, hermano gemelo de San Victorino, no
fue obispo de Nápoles. Como observan los Bolandistas, fue primero monje y luego
obispo de Septempeda, ciudad de Piceno, hoy San Severiano en la Marea de
Ancona. Este Santo es del siglo VI.
El segundo San
Severiano, cuya fiesta se celebra hoy, es llamado apóstol de Nórica (Austria),
porque propagó en ella fervorosamente el Evangelio en el siglo V. Su cuerpo fue
trasladado después a Lucullano, cerca de Nápoles, y de allí al monasterio de
San Severiano.
Este Santo
parece que procedía de Oriente y vino a predicar el Evangelio a los países Nórdicos
del Imperio Romano. Nunca pudieron averiguar sus discípulos su origen y su
lugar de nacimiento. Por toda respuesta decía a los curiosos de su vida que en
su predicación evangélica no importaba nada su patria terrena. No tiene otra edad
que la eternidad ni otro país que el cielo. Se expresaba en lengua latina, pero
conocía todo el Oriente Medio, hablaba de Bizancio, de Antioquía, de Jerusalén;
describía las costumbres y las regiones de Asia; contaba historias de los
solitarios de Egipto, con la viveza y exactitud de quien hubiera vivido entre
ellos. Todos admiraban las costumbres de aquel peregrino, que no era ni obispo ni
sacerdote, pero que era un hombre de Dios. Caminaba sobre la nieve con los pies
descalzos, pasaba semanas enteras sin comer, no probaba bocado alguno al día
hasta que se había puesto el sol, dormía sobre la tierra, cubierto siempre de un
áspero cilicio. Era un ardiente misionero que recorría el país predicando la
penitencia como otro Bautista, avivando la llama de la fe en los cristianos
tibios y mostrando sus resplandores y belleza a los bárbaros todavía gentiles.
San Severiano
se impuso a los mismos salvajes. Venían a su pobre cabaña para saludarle y
consultarle. Un día se presentó allí un joven fornido, vestido de piel de
carnero, y tan alto que hubo de encorvarse en la celda del monje. San Severiano
adivinó la futura grandeza de su huésped y con tono profético el dijo: “Ve a
Italia; hoy te cubres con pobres pieles; bien pronto repartirás con largueza
los despojos del mundo”. Este hombre era el célebre Odoacro, que poco después
se adueño de Roma, mandó al destierro al emperador y se hizo señor de Italia
sin permitir que se le diera el título de rey. En la alegría de su triunfo se
acordó de San Severiano, le escribió una carta y le ofreció cuanto pidiese. El
Santo se contentó con pedirle gracia para un desterrado.
San Severiano. |
El rey de los
Rugios lo estimaba sinceramente, pero la reina, arriana de corazón, le había declarado
la guerra abierta. Un día le dijo:”Hombre de Dios, vete a rezar a tu celda y
déjanos hacer lo que queremos con nuestros esclavos”. El Hombre de Dios se
retiró triste, pero no vencido.
Sintiéndose
morir, mandó llamar a la reina y ésta
vino con su esposo para despedirse del Santo. Severiano habló de la caridad,
del perdón, de la dulzura y de la justicia. Luego, poniendo su mano sobre el
corazón del rey, dijo mirando a la reina: “Gisa, ¿amas esta alma más que el oro
y las piedras preciosas?” Gisa contestó que el rey, su señor, era para ella lo primero
antes que todos los tesoros del mundo. “Pues bien, dijo el Santo, deja de
oprimir a los justos para que su llanto no sea vuestra ruina. En esta hora en
que vuelvo a mi Señor, os ruego que honréis vuestra vida practicando la
justicia y el bien”.
San Severino
había predicho a los discípulos el día de su muerte. Les dijo también que los
habitantes de Nórica tendrían que refugiarse en Italia y les encargó que los
siguiesen y trasladasen allá su cuerpo. Poco después murió entonando las
palabras del salmista: ”Que todo espíritu alabe al Señor”. Era el año 482. Seis
años más tarde se realizaron sus profecías. Los bárbarros invadieron la Nórica.
Sus habitantes se refugiaron en Italia y los discípulos se llevaron su cuerpo.
Más tarde, Baviera, Austria y especialmente
la ciudad de Viena lo tomaron por
celestial Patrono.
Publicado en Cuenca, 8 de
enero de 2020 y 8 de enero de 2024.
Por: José María
Rodríguez González. Profesor e investigador histórico.
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