El mendigo del santoral.
Otros son doctores, mártires, confesores, papas, fundadores, abades,
él solo eso, mendigo, y así consta.
Podríamos
añadir y vagabundo. Ya que es un hecho comprobado que llevó una vida errante y
miserable sencillamente porque no servía para nada más.
San Benito José Labre |
Sin salud, sin
instrucción, sin capacidad para ser religioso, le rechazan en todas partes,
ninguna comunidad le acepta, y entonces se echa a los caminos pordioseando para
peregrinar. Largas y penosas visitas andariegas a santuarios remotos de la
Virgen –su cortesía a lo divino-, está incluso en Compostela y Montserrat,
llega a Loreto para ver la casa de Nazaret, y por fin ancla en Roma.
Un mendigo más
entre la turba innumerable de pobres reales o simulados, píos o granujas que
llenan Roma. Pero no, él es el más desamparado y piojoso, persiguiendo de iglesia
en iglesia el fulgor de la Eucaristía, rezando sin cesar, releyendo los pocos
libros que llevaba en su hatillo: un evangelio, el Kempis.
Miserable que
duerme en las escaleras y portales, que come desperdicios y que sonríe en sus
éxtasis a la Gran Presencia que le dora el alma. Así se hizo santo este
extrañísimo francés, coetáneo y paisano de Robespierre.
Al final del
siglo de las luces parece que necesitaba un campeón de la fe que aplastase la
hidra de la impiedad. Un Tomás para refutar errores, un Agustín para vencer con
su pluma, un Ignacio para fundar una milicia espiritual o un Francisco, santos
que fueran grandes ante el mundo. Pero como escarnio al sentido común la
Providencia elige un desecho social, lo más humilde y sucio de la brillante Roma,
para que aprendamos a no creer en lo que ven nuestros ojos.
Publicado en Cuenca, 16 de
abril de 2020. Actualizado el 16 de abril de 2024.
Por: José María Rodríguez
González. Profesor e investigador histórico.
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