San Antonio María Claret de la Congregación de Padres Misioneros del Corazón de María, es una de las figuras más grandes que produjo el siglo XIX. Su actividad como misionero, escritor, confesor y hombre de gobierno es asombrosa.
Es el último confesor de reyes que hay en el santoral, el último confesor regio en una época en la que parece que no hay ya monarcas santos; y confesor además de una reina, la española Isabel II, que no se distinguió por su ejemplaridad. Toda una hazaña la de esto catalán de aspecto campesino y algo tosco en cuya vida se ha cebado la calumnia.
En pleno siglo XIX y en la turbulenta España isabelina, vivir en el centro de la corte aun sin querer hacer política era influir en la política nacional, al Padre Claret no se lo perdonaron, y la historia y la literatura siguen repletas de ataques de una tremenda malignidad, suponiéndole una especie de eminencia gris de la voluble Isabel.
Su vida es mucho más rica que el período madrileño; empieza siendo un joven entregado al trabajo con un ardor singular, luego hay como una conversión, con dos intentos de entrar en órdenes tan distintas –cartujos y jesuitas- que ya bastan para indicar que andaba lejos de su camino, hasta quedarse en cura de pueblo, que es donde da toda su medida de apóstol.
Una orden de Roma vino a cambiar el rumbo apostólico del padre Claret. En mayo de 1850, Pío IX lo preconizaba obispo de Santiago de Cuba. El Santo se resistió cuando pudo, dentro de la obediencia y respeto a la autoridad. Era voluntad de Dios y partió para Cuba. En seis años recorrió personalmente tres veces toda la diócesis; reformó las costumbres del clero y del pueblo, restauró el seminario de Santiago, intensificó la enseñanza religiosa y, con ocasión del cólera de 1852, se sacrificó en aras de la caridad.
En la ciudad de Holguín la masonería había preparado un atentado contra su vida. El golpe del asesino le hizo una profunda herida en la mejilla. “Un obispo, decía él, ha de estar preparado a una de estas tres cosas: a ser envenenado, procesado o condenado. Si los hombres le respetan, le condenará Dios”.
En 1857 Isabel II le llamó a Madrid y fue nombrado obispo de Trajanópolis. En España debía dirigir la conciencia de la reina y acompañarla en su viaje por todas las provincias.
Entre tantos viajes y ocupaciones tan variadas, tenía tiempo todavía para predicar y ejercitar el apostolado de la pluma.
La Revolución de 1868 se ensañó de una manera especial con él. Folletos calumniosos, caricaturas infamantes, fotografías obscenas, acusaciones hasta de robo de custodias y alhajas del Escorial. Fue desterrado y, después del Concilio Vaticano, donde trabajo muy activamente, quisieron sacarlo del monasterio de Fontfroide, donde Dios le tenía preparado el premio de su enorme apostolado. Allí murió con la gloria de los Santos el 24 de octubre de 1870.
Fue canonizado por Pío XII el 7 de mayo de 1950. La beatificación había tenido lugar el 1934.
Publicado en Cuenca, 23 de octubre de 2020 y el 23 de octubre de 2024.
Por: José María Rodríguez González. Profesor e investigador histórico.
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FUENTES
CONSULTADAS:
-Año
Cristiano para todos los días del año. P. Croiset. Madrid. 1846.
-La
casa de los santos. Carlos Pujol. Madrid. 1989.
-Año Cristiano. Juan Leal, S.J. Madrid. 1961.
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