Teresa de
Cepeda y Ahumada, castellana de Ávila, fue de adolescente soñadora y novelera,
con gran afición a los libros de caballería, coqueta. A los 20 años entra en el
Carmelo, que le decepciona por sus blandura, cae muy enferma y después de sanar
prosigue un penoso camino de arideces, tentaciones e incomprensiones que van
edificando su alma.
Cuando quiere
reformar la orden carmelitana es ya una mujer madura, con hondas experiencias
místicas que le dan aliento para sus constantes viajes por toda España,
afrontando luchas y persecuciones, quebrantada de salud, “sin ninguna blanca”,
pero inflexible en el propósito, porque “nunca dejará al Señor a sus amadores
cuando por sólo Él se aventura”.
Al convento de
San José de Ávila seguirán otras dieciséis fundaciones (sin contar quince de
varones carmelitas descalzos, a las que contribuyó ayudado de San Juan de la
Cruz), y tras un despliegue de actividad, dulzura y fortaleza que maravillan
(Todo lo que hay en ti de águila y de paloma”, le cantó un poeta), muere
extenuada en Alba de Tormes: “Tiempo es ya que nos veamos, Señor mío”.
Mujer
excepcional por todos los conceptos, humanísima y alegre, franca, enérgica,
tenaz, de un humor incomparable, rebosante de espiritualidad y manejando muy
bien, siempre por obediencia, la pluma: sus libros, escritos al desgaire, que
le han hecho doctora de la Iglesia, son un prodigio de gracia personal,
simpatía y elevación.
El tópico, muy
fiel a la verdad esta vez, de la monja andariega, resume la paradoja de esta
gran figura femenina que ha cautivado a todo el mundo. En éxtasis o entre
pucheros, es la santa de la naturalidad sobrenatural, de una sencillez altísima
que parece inasequible a los humanos sin la ayuda de Dios.
Cuenca, 15 de
octubre de 2019
José María
Rodríguez González. Profesor e investigador histórico.
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