Santa Irene, cuya memoria es y ha sido célebre, especialmente en Portugal, según se acredita por los monumentos eclesiásticos de aquel reino, nacida en un pueblo llamado Navancia.
Según el Breviario antiguo de Evora y Braga, residía con sus padres en Navancia, a orillas del Tajo, perteneciente al señorío de un ilustre magnate, allá por los años del rey Recesvinto, en el siglo VII. El hijo del conde, llamado Britaldo, se había enamorado ciegamente de la bella Irene. Quiso conquistar la fortaleza cristiana de su corazón, pero Irene se había consagrado a Dios en un monasterio que dirigía su tío, el abad Selio.
Britaldo no se doblegaba a perder a quien su corazón amaba, creía que por ser el único heredero del conde Castinaldo, lo podía todo y se le debía dar todo lo que deseara. El amor se convirtió en odio y vino la venganza cruel. Avergonzado de verse despreciado y vencido, concertó con un soldado que matase a la inocente joven y la arrojase al río, mientras él huía de la ciudad, que le resultaba una cárcel después de su derrota.
Realizó un diabólico plan con tan completo resultado, que el pueblo, al notar la falta de Irene y de Britaldo, con general escándalo, pensara en una fuga amorosa. Así se denigraba la honra de una mártir virgen y se sepultaba en las ondas del Tajo.
Pero, al decir de los biógrafos, no permitió Dios por mucho tiempo tal deshonor para la mártir de la pureza, y dio pronto testimonio de su virtud y valentía. El abad Selio tuvo revelación secreta del martirio y ordenó que fuese recogido el cadáver con honores de mártir, en presencia de todo el pueblo. Divulgó el santo abad la noticia, y rodeado de sus monjes, acompañado de inmenso y curioso gentío, se encaminó por la ribera del Tajo al lugar que le había sido revelado. Todos pudieron admirar el celestial prodigio: el caudaloso río había replegado sus aguas hacia la orilla opuesta, dejando un espacio seco, donde, sobre un suntuoso sepulcro, fabricado por manos de ángeles, guardianes de los niños inocentes, yacía el cuerpo virginal de Irene, con la herida del puñal y la sangre fresca.
Desde entonces aquel lugar se hizo célebre y, olvidado el nombre antiguo de Scalvis, comenzaron a llamarle Santa Irene, de donde nació, por usual abreviatura, la palabra que hoy lleva de Santarem.
Nuestro cronista Ambrosio de Morales refiere así el suceso: “Por esto y para mayor gloria de Dios y muy extrema honra de esta Santa, con mucha razón se comenzó a perder el nombre de Scavis y nombrarse Santa Irene, que, un poco abreviado, ahora vulgarmente dicen Santarem. Así el quedó a la bienaventurada virgen una gran ciudad por epitafio y todo el río Tajo por templo de su celestial sepulcro”.
Publicado en Cuenca, 20 de octubre de 2020 y el 20 de octubre de 2024.
©José María Rodríguez González. Profesor e investigador histórico.
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FUENTES
CONSULTADAS:
-Año
Cristiano para todos los días del año. P. Croiset. Madrid. 1846.
-La
casa de los santos. Carlos Pujol. Madrid. 1989.
-Año Cristiano. Juan Leal, S.J. Madrid. 1961.
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