domingo, 12 de noviembre de 2023

San Diego, 13 de noviembre.

    Hoy bien merece el pararse un rato a leer la historia de este gran Santo. San Diego no se entiende sin contar primero sus milagros y su intervención en la curación del príncipe Carlos, hijo del rey Felipe II y luego relataré su vida. 
    Te animo a que lo leas.
    El 20 de abril de 1562 comunicaron a Felipe II una noticia alarmante: que el príncipe Don Carlos, su primogénito, la noche anterior se había caído por una escalera, rompiéndose la cabeza. Había quedado tendido en el suelo, doblada la cabeza y extendidas las piernas hasta que alguien que pasó por allí se dio cuenta y lo recogió. La herida no parecía grave al principio. Los dos médicos que lo atendieron se limitaron a acostarlo y sangrarle dos veces, extrayendo en casa unas ocho onzas de sangre.
San Diego de Alcalá.

Diez días más tarde aparecieron síntomas alarmantes. Las dos semanas siguientes fueron las más dolorosas de la vida de D. Felipe. Se juntaron nueve médicos. El príncipe se agravaba cada día más y ningún médico pudo dar esperanzas de salvarle. Se celebraron cincuenta consultas. El rey asistió a catorce. Cuando no asistía a las consultas iba a arrodillarse y a rezar.

El día 2 de mayo envió cartas a los clérigos de todos los santuarios famosos de España “pidiéndoles que imploraran el favor de Dios Nuestro Señor, como debe hacerse y como estamos acostumbras a hacer en todos nuestros asuntos, y la intercesión de su Santa Madre, rogándoles que devuelvan la salud a su hijo”.

Se celebraron procesiones en todas las ciudades del reino. Por las calles de Madrid y Toledo desfilaban las penitentes enlutados y disciplinándose. La reina Isabel pasaba todo su tiempo, día y noche, de rodillas en su capilla. La princesa Juana fue descalza, una noche muy fría, al monasterio de Nuestra Señora de la Consolación para rogar por la vida del príncipe.
San Diego

Todo parecía inútil. Sobre vino al enfermo una especie de erisipela que le invadió toda la cara, las orejas y el cuello, hasta el pecho y los brazos. La pierna derecha se le paralizó. Tenía fiebre altísima y deliraba. La ciencia médica de aquel tiempo apeló a todos los recursos. Pero las oraciones públicas y privadas parecían tan inútiles como los esfuerzos de los mejores médicos y cirujanos. El sábado 9 de mayo D. Carlos parecía un cadáver. Aún quedaba un vestigio de pulso, pero los médicos estaban de acuerdo de que sólo viviría unas horas. El mismo rey, enfermó y febril, creyó que su hijo había muerto. Asistía de rodillas al lecho del enfermo y entre diez y once de la noche se alzó, dio orden para los funerales y marchó a Madrid para encerrarse con Dios y su dolor en el monasterio de San Jerónimo. Era una noche fría, tormentosa y oscura aquella en que salió de Alcalá. Llovía furiosamente.

Aquella noche de tormenta y de dolor empezó a clarear en el palacio. La tarde habían llegado gentes del pueblo con unos frailes de San Francisco que traían con gran cuidado y reverencia un cadáver envuelto en su sayón oscuro. Llevaron este cadáver al aposento del príncipe moribundo y lo pusieron junto a su cama. D. Felipe lo permitió, como también había pedido que trajeran la imagen milagrosa de Nuestra Señora de Atocha.

El rey se había retirado convencido de que era la voluntad de Dios que su hijo muriera aquella noche. ¡Cuál no fue su sorpresa al recibir la noticia de que el príncipe había empezado a respirar como si durmiera! Cuando el miércoles regresó a Alcalá encontró a su hijo consciente, hasta el punto que reconoció a su padre. El dos de mayo tenía poca fiebre y en junio estaba totalmente restablecido. ¿Qué es lo que arrancó a D. Carlos de las garras de la muerte?

El doctor Chacón nos lo dice: “Después de todos los esfuerzos de la destreza profesional fracasaran, se decidió a hacer un llamamiento directo al cielo. En el monasterio de Jesús y María reposaban los huesos de un santo franciscano, fray Diego, muerto cien años antes en olor de santidad, durante el reinado de Enrique VI de Castilla. El rey Felipe y su Corte fueron en solemne procesión a la iglesia, y en su presencia, los restos momificados del bien padre, aún fragantes, fueron sacados del ataúd de hierro y llevados al aposento del príncipe. Los colocaron sobre su cama y el paño que envolvía el cráneo del muerto se aplicó sobre la frente de D. Carlos”. Vestía el hábito franciscano. Desde entonces el paciente empezó a mejorar. El mérito de la curación fue atribuido naturalmente a fray Diego.

Felipe II lo creyó también y dio órdenes a su embajador en Roma para que pidiera la canonización de fray Diego. Pio IV nombró una comisión de cardenales para que investigaran y reunieran las pruebas. Los datos que reunió la comisión fueron los siguientes:

Fray Diego había nacido en 1399 en San Nicolás, entre Cazalla y Constantina, provincia de Sevilla. Su juventud la pasó retirado en una ermita junto con un sacerdote. Un día, sin despedirse de nadie, se presentó en el convento de Arrizafa, a tres kilómetros de Córdoba, pidiendo el habito pardo de San Francisco. Al año profesó como hermano lego, distinguiéndose por su devoción especial a la Sagrada Pasión y a la Muerte de Jesucristo.

De Córdoba fue enviado a la isla de Fuerteventura, una de las islas Canarias. Fundó un convento y, aunque lego, fue nombrado guardián por su prudencia y virtud. Aquí convirtió miles de personas a la fe de Cristo y ansioso de martirio pasó a la Gran canaria, que aún era tierra de infieles.

En 1443 fue llamado por sus superiores a la Península. Pasó por el convento de Ntra. Sra. De Loreto, cerca de Sevilla, y después fue a Sanlúcar de Barrameda.

En 1450 va a Roma como compañero de Alonso de Castro. Era el año jubilar y se preparaba la canonización de San Bernandino de Siena. Según cuentan las historias, se congregaron en Roma más de tres mil frailes Menores. A todos llamó la atención Fray Diego por su cuidado en los enfermos y apestados en el convento de Araceli. A muchos sanó milagrosamente, haciendo la señal de la cruz con el aceite que ardía delante de una imagen de la virgen. En los casos de úlceras rebeldes él, para humillarse duramente, las lamía y las curaba.

La gente empezó a mirarle como Santo y a las trece semanas salió corriendo de Roma para esconderse nuevamente en España. Llegó primero a Sevilla y luego pasó al convento de Santa María de Jesús, que el fundara en Alcalá de Henares. Allí pasó los trece últimos años de su vida, siendo la admiración de sus hermanos y el paño de lágrimas de todos los enfermos y necesitados. Murió el 12 de noviembre de una postema que se le hizo en el brazo. Pidió que le envolvieran en un hábito viejo hecho de harapos y así expiró, tendido sobre una tosca Cruz murmurando: “Dulce madera y dulces clavos… dignos de sostener al Rey y al Señor de los cielos”.
Cuerpo incorrupto de San Siego en Alcalá de Henares.

Después de su muerte se observó que el cuerpo no se descomponía, sino que se conservaba fresco y entero. Habiendo enfermado gravemente la hija de Enrique IV, se hicieron oraciones al humilde franciscano recién fallecido. La Beltraneja mejoró y su padre se convenció que se debía  a la intercesión de fray Diego, por ello mandó construir un santuario para guardar su santo cuerpo. Allí estuvo incorrupto por cien años, exhalando un suave olor, hasta que lo sacaron para curar al príncipe D. Carlos. El 29 de junio fue a oír Misa a la capilla de fray Diego, que había adornado Fernando el Católico. No vivió para la canonización, pero su padre Felipe II, después de pedirle durante los reinados de tres Pontífices, tuvo la satisfacción de verlo en los altares, canonizado por Sixto V, quien en la Bula hace alusión a la curación del príncipe Don Carlos.

Publicado en Cuenca, 13 de noviembre de 2019 y el 13 de noviembre de 2023.

José María Rodríguez González. Profesor e investigador histórico.


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